Las cintas de Columbine

Lunes, 20 de diciembre de 1999 
Por Nancy Gibbs y Timothy Roche; Andrew Goldstein, Maureen Harrington y Richard Woodbury / Littleton
Fuente: TIME - The Columbine Tapes 

 Portada de la revista Time del 20 de diciembre de 1999


Los asesinos natos esperaron hasta que los padres estuvieron dormidos en el piso de arriba antes de dirigirse al sótano para comenzar su espectáculo. La primera cinta de vídeo resulta casi insoportable de ver. 

Dylan Klebold se sienta en un La-Z-Boy color canela mascando un palillo. Eric Harris ajusta su cámara de vídeo alejada unos metros, luego se pone cómodo en su sillón con una botella de Jack Daniel's y una escopeta recortada en sus rodillas. La llama Arlene, dice que le puso ese nombre por un personaje de los sangrientos videojuegos y libros de la serie Doom, la cual le gusta mucho. Toma un pequeño trago. El whisky le causa escozor, pero intenta ocultarlo, como un niño pequeño jugando a ser un adulto. Estos vídeos, predicen, serán mostrados por todo el mundo algún día – una vez hayan llevado a cabo su obra maestra y todo el mundo quiera saber cómo y por qué. 

Sobre todo, quieren ser vistos como originales. “No penséis que estamos intentando copiar a nadie”, advierte Harris, recordando los tiroteos escolares de Oregon y Kentucky. Ellos tenían la idea desde hacía mucho tiempo, “antes de que el primero ocurriese.” 

Y su plan es mejor, “no como esos gilipollas en Kentucky con camuflaje y calibres 22. Esos críos sólo estaban intentando ser aceptados por otros.” 

Harris y Klebold tienen un inventario de su odio universal: todos “los negratas, los sudacas, los judíos, los gays, los jodidos blancos,” los enemigos que los acosaron y los amigos que no hicieron lo suficiente para defenderlos. Pero todo habrá terminado pronto. “Espero que matemos a unos 250”, dice Klebold. Piensa que serán “los 15 minutos más tensos de mi vida, después de que las bombas estén colocadas y estemos esperando para atacar el instituto. Los segundos parecerán horas. No puedo esperar. Estaré temblando como una hoja.” 

“Va a ser como el puto Doom,” dice Harris. “Tick, tick, tick, tick… Haa! ¡Esa puta escopeta está sacada directamente del Doom!” 

Qué fácil ha sido engañar a todo el mundo, cuando llevaban a cabo sus ensayos generales, reuniendo todo el atrezzo – las escopetas en sus bolsas de deporte, las bombas de tubo en el armario. Klebold cuenta para la cámara la vez en que sus padres entraron en su habitación cuando se estaba probando su gabardina negra de cuero, con la escopeta recortada escondida debajo: “Ellos ni siquiera sabían que estaba allí.” Una vez, recuerda Harris, su madre lo vio llevando una bolsa de deporte con la empuñadura de una pistola sobresaliendo de la cremallera. Ella supuso que era su rifle de aire comprimido. Cada día Klebold y Harris iban al instituto, se sentaban en clase, almorzaban con sus compañeros, trabajan con sus profesores y tramaban su matanza. La gente se creyó todas las mentiras. “Podría convencerlos de que voy a escalar el Everest, o de que tengo un hermano gemelo creciéndome en la espalda,” dice Harris. “Puedo hacerte creer cualquier cosa.” 

Incluso cuando todo haya terminado, prometen, no habrá acabado del todo. Esperan vivir para siempre en los recuerdos y en las pesadillas. “Vamos a comenzar una revolución,” dice Harris – una revolución de los desposeídos. Hablan de ser fantasmas que perseguirán a los supervivientes – “creando flashbacks de lo que hicimos,” promete Harris, “y los volveremos locos.” 

Se está haciendo tarde. Harris mira su reloj. Dice que es la 1:28 a.m. del 15 de marzo. Klebold dice que la gente anotará la fecha y la hora cuando lo vean. Y sabe que sus padres estarán pensando. “Si tan sólo los hubiésemos descubierto antes o hubiéramos encontrado esta cinta,” predice que dirán. “Si tan sólo hubiéramos buscado en su habitación,” dice Harris. “Si tan sólo hubiéramos hecho las preguntas correctas.” 

Desde entonces, nunca hemos parado de preguntarnos, por supuesto, en nuestro afligido intento de volver sobre nuestros pasos, lentamente, cuidadosamente, tan sólo para ser empujados hacia atrás de nuevo. ¿Y qué pasaría si las respuestas resultasen ser diferentes a las que hemos oído siempre? Una investigación de seis semanas llevada a cabo por TIME sobre el caso Columbine siguió la pista de los resultados de la policía y del FBI, quienes aún están revisando algunas de las 10,000 pruebas, 5,000 pistas, los diarios y páginas web de los chicos y los cinco vídeos caseros secretos que hicieron durante las semanas anteriores a la masacre. Dentro de unas pocas semanas, los investigadores esperan hacer público su informe, y sus conclusiones están dirigidas a sorprender a una ciudad, y a un país, que ha oído todo sobre la cultura de la crueldad, el acoso escolar por parte de los atletas, y ha concluido que dos chicos amenazantes y enfadados repentinamente se hartaron y contraatacaron. 

Pero resulta que hay mucha más historia que esa. 

¿Por qué, si el motivo era su rabia a los atletas que se mofaban de ellos, no llevaron sus armas y bombas a los vestuarios? Porque no se trataba de tomar represalias contra personas específicas. Porque esto tenía que ver con la fama tanto como con la crueldad. “Querían ser famosos,” concluye el agente del FBI Mark Holstlaw. “Y lo son. Son tristemente célebres.” Se dice que vivir bien es la mejor venganza; para estos dos, lo fue matar y morir de una manera espectacular. 

Esto no quiere decir que la humillación que Harris y Klebold sintieron no fuese una causa. Porque ambos estaban llenos de violencia y vacíos de compasión, pudieron llevar a cabo todo a la vez: venganza contra aquellos que los habían ofendido, y fama, la creación de un culto, para todos aquellos que han sufrido y sido expulsados. Querían que se hiciesen películas que contasen su historia. “Los directores se pelearán por esta historia,” dijo Klebold – y los chicos conversan sobre a quién podrían confiar el guión: Steven Spielberg o Quentin Tarantino. “Tenemos a dos individuos que querían inmortalizarse a sí mismos,” dice Holstlaw. “Querían ser mártires y documentar todo lo que estaban haciendo.” 

Los chicos habían leído a Shakespeare: “Buenos vientres han engendrado malos hijos” citó Harris de la obra “La tempestad”, como un reflejo de cómo el tiroteo arruinaría la vida de sus padres. Los chicos sabían que, una vez que llevasen a escena su acto final, la audiencia estaría desesperada buscando respuestas. Y por esto ellos se proveyeron de un venenoso coro, que daría un sermón sobre por qué los chicos odiaban tanto a tanta gente. En las semanas previas a lo que llamaron su Día del Juicio Final, se sentaron en sus sótanos e hicieron sus inquietantes vídeos – detallando sus planes, sus motivos, incluso sus remordimientos – los cuales Eric dejó en su dormitorio para que la policía y sus padres los encontrasen cuando todo hubiera terminado. 

El dilema de muchas familias en Columbine es también el nuestro. Durante meses han buscado respuestas. “No nos va a devolver nada ni a nadie,” dice Mike Kirklin, cuyo hijo sobrevivió a un disparo en la cara. “Pero necesitamos saberlo. ¿Por qué lo hicieron?” Sin embargo, lo último que los supervivientes quieren es ver a estos chicos en la portada de otra revista, de vuelta en los titulares, en las noticias de la noche. Necesitamos entenderlos, pero no queremos verlos más. Y ya no hay escapatoria para esta historia. La semana pasada otro chico disparó en otro colegio, esta vez en un instituto de Oklahoma donde hubo cuatro heridos, y todas las preguntas salieron a borbotones una vez más. 

En Columbine, algunas heridas tardan en curar. La antigua biblioteca está tapiada, mientras que las familias de las víctimas intentan recaudar dinero para reemplazarla construyendo una nueva. Los estudiantes todavía tienen problemas con los simulacros de incendios. Algunos informan que los chicos ahora están bebiendo en exceso, rezan más, visitan más a los orientadores – 550 visitas hasta ahora este año. Dos docenas de estudiantes están confinados en casa, incapaces todavía, ya sea físicamente o emocionalmente, de regresar a las clases. Los buses turísticos han cambiado sus rutas y ahora paran en el instituto, para observarlo detenidamente. 

Algunas personas han encontrado un modo de perdonar: incluso los padres que perdieron a sus queridos hijos; incluso los chavales que nunca volverán a caminar, o a hablar con claridad, o que crecerán con una hermana que murió en los céspedes del instituto. Pero otros supervivientes todavía están de viaje, a través de los oscuros recovecos de la ira y la desconfianza, señalando a un gobierno que temen que quiera encubrir los juicios equivocados de la policía; a un instituto que no quiere cargar con las culpas; a los padres de los asesinos, que han expresado su pesar en declaraciones escritas hechas públicas a través de sus abogados pero que todavía no han dicho mucho y que seguramente, sin duda, tienen que saber algo. 

Es fácil ver los indicios ahora: cómo un videojuego con joystick convirtió a Harris en un mejor tirador, como un golfista que ve vídeos de Tiger Woods; cómo decidió dejar de tomar Luvox, para dejar que su ira se encendiese sin ser diluida por la medicación. Que las redacciones de Klebold para la clase de lengua eran como publicidad aérea de sus intenciones. Si tan sólo los padres hubieran mirado en el cajón del centro del escritorio de Harris, habrían encontrado los cuatro relojes de cuerda que más tarde usaría como temporizadores. Si hubieran inspeccionado la bolsa de lona del armario habrían encontrado las bombas de tubo que estaban en su interior. En su colección de CD, habrían encontrado una grabación que significaba tanto para él que se la dejó en testamento a una chica en su último mensaje suicida grabado en vídeo. ¿El nombre del álbum? Bombthreat: Before She Blows del grupo Fly. 

El problema es que hasta el 20 de abril, nadie estaba mirando. Y Harris y Klebold lo sabían. 


LAS CINTAS DEL SÓTANO 

Las cintas tenían la intención de ser su palabra final, a aquellos que se habían metido con ellos a lo largo de los años, y a todos los que aparecerían con teorías sobre sus demonios interiores. Escuchándolos es evidente que Harris y Klebold no estaban teniendo problemas solamente con lo que sus orientadores llamaron “control de la ira.” Ellos alimentaron su ira, la impulsaron, de modo que la furia pudiera apoderarse de ellos, porque sabían que lo necesitarían para hacer lo que se disponían a hacer. “Más rabia. Más rabia,” dice Harris. “Continúa acumulándose,” dice, moviendo sus manos para enfatizar. 

Harris recuerda cuántas veces se ha mudado con su familia militar y cómo siempre tenía que volver a empezar, “en la parte inferior de la escalera.” La gente se reía de él continuamente – “mi cara, mi pelo, mis camisas.” En cuanto a Klebold, “Si pudierais ver toda la ira que he acumulado a lo largo de estos últimos cuatro putos años…” dice. Su hermano Byron era popular y atlético y constantemente “se metía con él”, igual que hacían los amigos de su hermano. A excepción de sus padres, según Dylan, su familia al completo lo trataba como al renacuajo de la camada. “Vosotros me hicisteis ser así,” dice. “Aumentasteis mi rabia.” Remontándose al centro Foothills Day Care, odiaba a los “presumidos” críos que sentía que lo odiaban. “Ser tímido no ayudó,” admite. “Voy a mataros a todos. Nos habéis estado dando mierda durante años.” 

Klebold y Harris estaban completamente empapados de violencia: con películas como Reservoir Dogs; con videojuegos sangrientos que hacían a la medida de su imaginación. A Harris le gustaba hacerse llamar “Reb”, diminutivo de rebelde. El apodo de Klebold era VoDKa (su bebida alcohólica favorita, con sus iniciales DK en mayúscula). En las bombas de tubo usadas en la masacre escribió “La Venganza de VoDKa.” 

El que se propusieran matar a 250 personas muestra que sus motivos iban mucho más allá que simplemente ir a por las personas que se habían burlado de ellos. Lo planearon muy cuidadosamente: cuándo debían llevarlo a cabo, dónde pondrían las bombas, si los aspersores contra incendios extinguirían las mechas. Apenas podían esperar. Harris levanta la pistola y hace sonidos de disparos. “¿No es divertido conseguir el respeto que nos vamos a merecer?” pregunta. 

Las cintas son una turbia ventana hacia su estado moral. Defienden a los amigos que les compraron las armas, los cuales no sabían nada de sus intenciones, dicen Harris y Klebold – como si estuviesen preocupados de que se culpase a gente inocente por su matanza de gente inocente. Si no hubiesen conseguido las armas donde lo hicieron, dice Harris, “las habríamos encontrado de otro modo.” 

Tuvieron muchas oportunidades de echarse atrás – y muchas oportunidades de que los descubrieran. “Estuvieron a punto” un día, cuando un empleado de Green Moutains Guns llamó a casa de Harris y su padre contestó. “Hey, tu encargo ya está listo,” dijo el dependiente. Su padre respondió que no había encargado nada y, según cuenta Harris, no preguntó al dependiente si no se había equivocado de número. Si alguno de los dos hubiese hecho una sola pregunta, dice Harris, “nos podrían haber jodido.” 

“No podríamos hacer lo que vamos a hacer,” añade Klebold. 


LAS SEÑALES DE ADVERTENCIA 

Se podría llenar una habitación bastante grande con todas las personas cuyas vidas se han torcido debido a que se sienten culpables por los acontecimientos que condujeron a ese fatídico día, y por los que ocurrieron el mismo día. Los profesores que leyeron las redacciones pero no escucharon las advertencias, los policías a los que les fue filtrada la dirección de la página web de Eric pero no hicieron nada, el juez y el abogado de los servicios juveniles que los sentenciaron con un año de servicios comunitarios después de que entrasen en una furgoneta para robar y que luego llegaron a la conclusión de que ya estaban rehabilitados. Pero debido a que tanta gente está siendo culpada y amenazada con abogados, hay todo tipo de explicaciones para difuminar y defenderse. Pero también están teniendo lugar conversaciones privadas, dentro de las familias, entre los policías, en la sala de profesores, donde la gente se pregunta qué podían haber hecho de otra manera. Neil Gardner, el ayudante del sheriff que tuvo un intercambio de disparos con Harris, dice que desearía haber podido hacer más. Pero, con las críticas, ha aprendido que “no eres un héroe a menos que mueras.” 

Casi todos los que conocían a Harris o a Klebold se hacen la misma pregunta: ¿Cómo hemos podido ser engañados? Sin embargo los chicos no eran solitarios; tenían un círculo de amigos. Harris jugaba al fútbol (hasta el otoño de 1998), y Klebold estaba en el club de teatro. Tan sólo una semana antes del tiroteo, los chicos tuvieron que escribir un poema para una clase de lengua. Harris escribió sobre detener el odio y amar el mundo. Klebold fue al baile de graduación el fin de semana anterior a la matanza; Harris no pudo conseguir pareja pero se reunió con él en la fiesta posterior al baile, para festejar junto con los estudiantes que planeaban matar. 

Para los adultos, Klebold siempre había sido un tipo tímido y nervioso que no podía mentir muy bien. Sin embargo, consiguió mantener su lado oscuro como un secreto. “La gente no tiene ni idea,” dice Klebold en una de las cintas de vídeo. Pero debían haberla tenido. Y esta es una de las más dolorosas piezas del puzzle, mirar hacia atrás y ver las intermitentes luces rojas – especialmente en lo que se refiere a Harris – a las que nadie prestó atención. Nadie excepto, quizá, la familia Brown. 

Brooks Brown ganó notoriedad después de la masacre porque ciertos agentes de policía soltaron rumores de que él podría estar involucrado de algún modo. Y efectivamente lo estuvo – pero no de la manera que la policía estaba sugiriendo. Brown y Harris habían tenido una discusión en 1998, y Harris había amenazado a Brown; Klebold también le contó que debía leer la página web de AOL de Harris, y dio a Brooks la dirección de la web. 

Y allí estaba todo: las dimensiones y apodos de sus bombas de tubo. Los objetivos de su ira. El significado de su vida. “Iré a por TODOS pronto y ESTARÉ armado hasta los putos dientes y DISPARARÉ a matar.” Eric despotricaba contra la gente de Denver, “con su actitud de ricos arrogantes creyendo que son mejores que los demás… Dios, no puedo esperar hasta que puedas mataros. No siento remordimiento ni pena. No me importa si vivo o muero en el tiroteo. Todo lo que quiero es matar y herir a tantos de vosotros como pueda, especialmente a unas cuantas personas. Como Brooks Brown.” 

Los Brown no supieron qué hacer. “Estábamos hablando de la vida de nuestro hijo.” Dice Judy Brown. Ella y su marido discutieron acaloradamente. Randy Brown quiso llamar al padre de Eric. Pero Judy no creía que el padre fuese a hacer nada; él no había castigado a su hijo por arrojar una bola de hielo al coche de los Brown. Randy pensó en enviar por fax y de forma anónima copias impresas de la página web al trabajo del padre de Eric, pero Judy pensó que eso sólo le provocaría más violencia a Harris. 

Aunque ella había sido amiga de Susan Klebold durante años, Judy dudó sobre si llamarla o no para contarle lo que ponía en la página web, la cual incluía detalles de Eric y Dylan fabricando bombas juntos. Finalmente, los Brown decidieron llamar a la oficina del sheriff. La noche del 18 de marzo, un ayudante del sheriff llegó a su casa. Ellos le dieron copias impresas de la página web y él escribió un informe para lo que catalogó como un “incidente sospechoso.” Los Brown le proporcionaron los nombres y las direcciones de Harris y Klebold, pero dijeron al ayudante del sheriff que no querían que Harris supiera que su hijo lo había acusado. 

Más o menos una semana más tarde, Judy llamó a la oficina del sheriff para averiguar qué había pasado con su queja. El detective con el que habló parecía indiferente; incluso pidió disculpas por ser tan insensible diciendo que se debía a que había visto mucho crimen. La señora Brown insistió y ella y su marido se reunieron con los detectives el 31 de marzo. Los miembros de la brigada de bombas les mostraron amablemente cuál era el aspecto de una bomba de tubo – por si se daba el caso de que una apareciese en su buzón. 

Resultó que la policía ya tenía un expediente sobre los chicos: los habían pillado entrando a robar en una furgoneta y estaban a punto de recibir su sentencia. Pero de algún modo la nueva queja nunca se cruzó con la primera; a los Harris y los Klebold nunca se les informó de que se había acusado nuevamente a Eric Harris. Y mientras las semanas pasaban, los Brown encontraron cada vez más difícil conseguir que les devolvieran las llamadas cuando los detectives se centraron en un triple homicidio no relacionado. Mientras tanto, en el instituto, Gardner les dijo a dos decanos que la policía estaba investigando a un chico que estaba buscando información sobre cómo fabricar bombas de tubo en internet. Pero a los decanos no se les enseñó la página web ni se les dio el nombre de Eric. 

Cuando pasó más tiempo sin que nada ocurriera, los miedos de los Brown disminuyeron – aunque estuvieron preocupados cuando su hijo comenzó a pasar el tiempo con Harris de nuevo. Entonces llegó el 20 de abril. Cuando los pistoleros llegaron al instituto, Harris vio a Brown y le dijo que saliese de allí. Pero cuando el humo se despejó y se hizo el recuento de cadáveres, los Brown hicieron pública su acusación de que la policía no había hecho caso de sus advertencias. E incluso algunos policías estuvieron de acuerdo. 

“Debería haber sido investigado,” dijo el sheriff Stone, quien no tomó posesión del cargo hasta enero de 1999. “Cayó en el olvido,” admite John Kiekbusch, el jefe de la división del sheriff a cargo de las investigaciones y las patrullas. 

Algunas personas todavía piensan que Brooks Brown debe haber estado involucrado. Cuando fue a Dairy Queen, el chaval de la ventanilla de autoservicio lo reconoció y cerró todas las puertas y ventanas. Brown lo sabe y es casi imposible convencer a la gente de que los rumores nunca fueron verdad. Al igual que la de muchos chicos, su vida ahora ha quedado dividida en dos: antes de Columbine y después. 


LOS INVESTIGADORES 

La detective Kate Battan aún lo ve en sus sueños – todavía ve lo que vio ese primer día en abril, cuando fue elegida para dirigir el grupo de trabajo que investigaría la masacre. Los agujeros de las balas en los bordes de las taquillas azules. Los paneles del techo entreabiertos a donde los chicos habían corrido para ocultarse en las zonas de ventilación. Los zapatos dejados atrás por los chavales que literalmente salieron corriendo de ellos. Los cadáveres en la biblioteca, donde los estudiantes se encogieron debajo de las mesas. Un chico murió agarrando con fuerza sus gafas, y otro asía un lapicero cuando exhaló su último suspiro. ¿Estaba escribiendo una nota de despedida? ¿O estaba tan asustado que olvidó que lo estaba sujetando? “Fue como si entrases y el tiempo se detuviera,” dice Battan. “Eran chavales. Tú ya no puedes hacer nada pero imagina cómo debieron ser sus últimos minutos.” 

Tiempo después de que los cuerpos hubieran sido identificados, Battan guardó las fotos de ellos en su maletín. Cada mañana cuando empezaba a trabajar, las miraría para recordarse para quién estaba trabajando. 

En el grupo de trabajo sobre Columbine, Battan era conocida como Whip (Látigo). Como inspectora jefe, tenía a su mando a 80 detectives. El grupo de trabajo se dividió en equipos: el equipo pre-bombas, que se encargaría del exterior del instituto; el equipo de la biblioteca; el equipo de la cafetería; y los equipos adjuntos, que investigarían a los amigos de Harris y Klebold, incluyendo a la así llamada Mafia de la Gabardina, como posibles cómplices. 

Rich Price es un agente especial del FBI asignado a la brigada de terrorismo nacional en Denver, un veterano de Oklahoma City y del bombardeo de Olympic Park en Atlanta. Él estaba en las montañas del norte de Carolina buscando al presunto terrorista Eric Rudolph el 20 de abril cuando se enteró del tiroteo en Columbine. En los vídeos de las noticias de la tarde, vio a sus compañeros de trabajo de Denver en escena y llamó a su oficina. Se le dijo que regresase a Denver tan pronto como pudiera – de repente dos adolescentes se habían convertido en el objetivo de una investigación de terrorismo nacional. 

Price se convirtió en el jefe del equipo de la cafetería, recreando la mañana en la que el infierno se desató. Los inspectores habían hablado con los supervivientes, los profesores, las autoridades del instituto; habían revisado las cintas de vídeo de las cámaras de seguridad ubicadas en la cafetería, al igual que los vídeos que los asesinos habían hecho. Y habían caminado por el colegio, paso a paso, intentando recrear los 46 minutos que dejaron 15 muertos y miles de preguntas. 

Battan tiene muy claras sus responsabilidades: “Trabajo para las víctimas. Cuando no tengan más preguntas, entonces sentiré que he hecho mi trabajo.” 

Para los investigadores, rápidamente resultó obvio que el ataque no había ido como los asesinos lo habían planeado. Ellos habían querido bombardear primero y disparar después. De modo que colocaron tres sets de bombas: uno alejado a unas pocas millas, programado para explotar primero y atraer a la policía lejos del instituto; un segundo set en la cafetería, para hacer salir a los aterrorizados estudiantes al aparcamiento, donde Harris y Klebold los estarían esperando con sus armas para acribillarlos; y un tercer set en sus coches, programado para explotar una vez que las ambulancias y los rescatistas descendiesen, para matarlos también. Lo que realmente sucedió en cambio fue principalmente una improvisación. 

Justo antes de las 11 a.m. transportaron dos bolsas de lona que contenían bombas con depósitos de propano al interior de la cafetería. Luego regresaron a sus coches, se ataron con correas sus armas y munición, se pusieron sus gabardinas negras y se pusieron cómodos para esperar. 

El día del juicio final, como lo habían llamado, iba a empezar a las 11:17 a.m. Pero las bombas no explotaron. Después de dos minutos, caminaron hacia el instituto y abrieron fuego, disparando al azar y matando a las dos primeras de sus 13 víctimas. Luego se dirigieron al interior del edificio. 

Gardner, el ayudante del sheriff, estaba almorzando en su coche de patrulla cuando un conserje hizo un llamamiento por la radio, diciendo que una chica estaba tendida en el suelo en el aparcamiento. Gardner condujo hacía ella, oyó disparos y se movió rápidamente detrás de un Chevy Blazer, intercambiando disparos con Harris. “Tengo que matar a ese chico,” continuó diciéndose. Pero tenía miedo de disparar a alguien más por accidente – y sus órdenes de entrenamiento le decían que debía concentrarse en vigilar el perímetro, para que nadie pudiera escapar. 

Patti Nielson, una profesora, había visto a Harris y Klebold acercarse y corrió a tan sólo unos pasos por delante de ellos hacia la biblioteca. Un chico estaba haciendo sus deberes de matemáticas usando una calculadora; otro estaba rellenando una solicitud para la universidad; otro estaba leyendo un artículo de la revista People sobre la ruptura de Brooke Shields con Andre Agassi. “¡Agachaos!” gritó Nielson. Marcó el 911 y dejó caer el teléfono cuando los dos pistoleros entraron. Y de este modo la policía tiene una grabación de todo lo que sucedió después. 

La operadora del 911 escuchando en la línea de teléfono abierta pudo oír a Harris y Klebold riéndose cuando sus víctimas gritaban. Cuando Harris se encontró con Cassie Bernall, se inclinó. “Cu-cú,” dijo, y la mató. Su escopeta lo golpeó, aturdiéndolo y rompiéndole la nariz. La sangre le caía por la cara cuando se giró para ver a Bree Pasquale sentada en el suelo porque no había podido situarse debajo de ninguna mesa. “¿Quieres morir hoy?” le preguntó. “No”, contestó temblando. Justo entonces Klebold lo llamó, lo que salvó su vida. 

¿Por qué nadie los había detenido todavía? Ya eran las 11:29; debido a la línea abierta, la operadora del 911 supo con certeza – durante siete largos minutos – que los pistoleros estaban en la biblioteca y estaban disparando a sus compañeros. Por ese entonces, sin embargo, sólo una docena de policías habían llegado a escena, y ninguno tenía equipo de protección ni armas pesadas. Podían haber atacado con sus revólveres, pero su entrenamiento, y las órdenes de sus comandantes les mandaban “asegurar el perímetro” de modo que los agresores no pudieran escapar ni pudieran perseguir a los estudiantes que habían huido. Y cuando las unidades cualificadas de SWAT llegaron, los asesinos se estaban moviendo otra vez. 

Una vez que dejaron la biblioteca, Harris y Klebold bajaron por las escaleras a la cafetería del piso de abajo. Estaba vacía, a excepción de las 450 mochilas y los cuatro estudiantes que se escondían debajo de las mesas. Todos los asesinatos y gritos del piso de arriba habían dejado a los agresores sedientos. Las cámaras de seguridad los grabaron bebiendo de los vasos que los chicos que habían huido dejaron sobre las mesas. Luego volvieron al trabajo. Estaban frustrados porque las bombas que habían dejado, en el interior y en el exterior, no habían explotado, y veían a través de las ventanas cómo la policía, las ambulancias y los equipos de SWAT descendían al instituto. 

La mayoría de la gente que estaba viendo la cobertura en directo por la televisión también los vio, los casi 800 agentes que finalmente se concentrarían en el exterior del instituto. Los espectadores de la TV vieron a los miembros del equipo SWAT que permanecieron durante horas en el exterior, mientras, como todo el mundo sabía en ese momento, los pistoleros estaban reteniendo a chicos como rehenes en el interior. Para los padres cuyos hijos estaban aún atrapados, no había excusa para la espera. “Cuando 500 agentes van a una zona de batalla y ninguno recibe ni un rasguño, entonces algo va mal,” acusa Dale Todd, cuyo hijo Evan fue herido en el interior del instituto. “Me esperaba agentes muertos, agentes lisiados, agentes desfigurados – no solamente chavales y profesores.” 

Estas críticas son “como un puñetazo en la barriga,” dice el comandante del sheriff Terry Manwaring, que fue el comandante de los SWAT ese día. “Estábamos dispuestos a morir por esos chicos.” 

¿De modo que por qué tardaron tanto en atacar a los pistoleros? El caos tuvo un papel importante. Desde el momento del primer informe de disparos en Columbine, los miembros del equipo SWAT corrieron hacia allí desde todas direcciones, algunos sin sus equipos, algunos en vaqueros y camisetas, intentando tan solo llegar rápidamente. Sólo tenían dos escudos antibalas de Plexiglas. Cuando Manwaring se puso su equipo antibalas, dice, pidió a varios chicos que dibujasen en un cuaderno de papel cualquier cosa que pudieran recordar de la distribución de los 23,226 m² de extensión del instituto. Pero los chicos estaban tan alterados que ni siquiera estaban seguros de dónde estaba el norte. 

Durante la mayor parte de los 46 minutos en los que Harris y Klebold estuvieron disparando en el instituto, la policía dice que ellos no podían saber dónde estaban los pistoleros o cuántos había. Los estudiantes y profesores atrapados en varias partes del instituto estaban saturando a los operadores del 911 con llamadas informando que los agresores estaban, de forma simultánea, dentro de la cafetería, en la biblioteca y en la sala de dirección. Simplemente podían haber seguido el sonido de los disparos – si no fuera por, según dice la policía, las alarmas de incendios que estaban sonando fuertemente y por las cuales no podían oír un disparo que se efectuase a más de 6 metros de distancia. 

De modo que los agentes trataron el problema como si fuese una situación de rehenes, accediendo al instituto por la entrada más alejada a la que habían usado Harris y Klebold para entrar. Las unidades buscaron laboriosamente en cada pasillo, armario, clase y zonas de ventilación a los pistoleros, bombas o trampas. “Cada vez que doblábamos una esquina,” dice el sargento Allen Simmons, que lideró a los primeros cuatro agentes del SWAT en el interior, “no sabíamos lo que nos estaba esperando.” Crearon pasillos seguros para evacuar a los estudiantes que encontraban escondidos en las aulas. Y se movieron muy lentamente y cautelosamente. 

Evan Todd, de 16 años, cuenta una historia diferente. Herido en la biblioteca, esperó hasta que los asesinos se marcharon y entonces huyó al exterior a un lugar más seguro. Evan, que está familiarizado con las armas, dice que inmediatamente informó a una docena de agentes de policía. “Les describí todo – las armas que estaban usando, la munición. Les dije que podían salvar vidas [de los heridos que todavía estaban en la biblioteca si entraban inmediatamente]. Me dijeron que me calmase y que me llevase mis frustraciones a otro sitio.” 

Alrededor de mediodía Harris y Klebold regresaron a la biblioteca. Todos excepto dos chicos heridos y cuatro profesores habían logrado salir cuando se habían ido. Los pistoleros dispararon otro poco por la ventana a los policías y a los médicos que se encontraban abajo. Luego Klebold colocó un último cóctel Molotov, fabricado con una botella de Frappuccino, sobre una mesa. Cuando empezó a chisporrotear y a echar humo, Harris se disparó a sí mismo, cayendo al suelo. Cuando Klebold se disparó segundos más tarde, su gorra de los Boston Red Sox cayó sobre la pierna de Harris. Ambos estaban muertos a las 12:05 p.m., cuando los aspersores contra incendios se activaron, extinguiendo la que se suponía que iba a ser su última bomba. 

Pero la policía no sabía nada de esto. Todavía estaban buscando, lentamente, a lo largo de los pasillos y en las aulas. Encontraron a dos conserjes escondiéndose en el congelador de carne. Los estudiantes y los profesores se habían atrincherado y se negaban a abrir las puertas, preocupados de que los agresores pudieran estar haciéndose pasar por policías. 

En una clase de ciencias del piso superior, el estudiante Kevin Starkey llamó al 911. Al profesor Dave Sanders lo habían disparado mientras corría por el pasillo del piso de arriba, intentando advertir a la gente; estaba sangrando copiosamente y necesitaba ayuda rápido. Pero por ese entonces las líneas del 911 estaban tan saturadas con llamadas que la compañía telefónica empezó a desconectar a la gente – incluido Starkey. Finalmente, el operador del 911 usó su propio teléfono móvil y mantuvo una línea abierta con el aula de modo que pudiera guiar a la policía hasta allí. 

Escuchando a otro operador por sus auriculares, el sargento Barry Williams, que estaba dirigiendo un segundo equipo de SWAT en el interior, intentó encontrar a Sanders – pero cuenta que nadie pudo decirle dónde estaban las aulas de ciencias. Aún así, él y su equipo continuaron buscando, intentando localizar un trapo que los chicos dijeron que habían atado al pomo de la puerta como señal. 

El equipo finalmente encontró a Sanders en una habitación con 50 ó 60 chicos. Un paramédico intentó parar el sangrado y lo llevaron a una ambulancia. Pero era demasiado tarde. Aunque Harris y Klebold se habían suicidado hacía tres horas, el equipo SWAT no llegó a Sanders hasta casi las 3 p.m. 

Angela, la hija de Sanders, a menudo habla con los estudiantes que intentaron salvar a su padre. “¿A cuántos de esos chicos podían haber salvado si se hubieran movido más rápidamente?” pregunta. “Esto es lo que hago cada día. Me siento y pienso, ‘¿Qué habría pasado si…?’ ” 

Los miembros del equipo SWAT se lo preguntan también. Cuando llegaron a la biblioteca, se encontraron con que el ataque al instituto había terminado del todo. Diseminado por la biblioteca había “un mar de bombas” que no habían explotado. Intentando no darle una patada a nada, los miembros del equipo SWAT buscaron supervivientes. Y encontraron a los asesinos, ya muertos. “Nunca sabremos por qué se detuvieron cuando lo hicieron,” dice Battan. 

Dados el tiempo que los policías se demoraron en actuar y la cantidad de munición que los asesinos tenían, el número de víctimas podía haber sido muchísimo peor. Pero algunos padres creen que no tenía que haber sido tan elevado como fue. Presionaron al gobernador de Colorado Bill Owens, que ha nombrado una comisión para revisar Columbine y posiblemente actualizar las tácticas de los SWAT para agresores que se están desplazando y disparando. “Puede haber veces en que simplemente caminas hasta que encuentras a los asesinos,” dice Owens. “Ésta es la primera vez que algo así ha ocurrido.” Los representantes de la ley locales “no sabían a qué se estaban enfrentando.” 


LOS PADRES 

Antes siquiera de que los equipos de SWAT encontrasen los cuerpos de los agresores, los inspectores ya habían salido para registrar las casas de los chicos: los chavales que habían logrado huir les dijeron a quién debían buscar. 

Cuando llamaron a la puerta de cada familia, fueron el señor Harris y el señor Klebold quienes respondieron. Por entonces, las noticias del ataque en Columbine se estaban emitiendo en directo por la TV. La primera reacción del señor Harris fue llamar a su mujer y decirle que fuese a casa. Y llamó a su abogado. 

A los Klebold no se les había dicho que su hijo estaba involucrado definitivamente. Sabían que habían encontrado su coche en el aparcamiento. Sabían que los testigos lo habían identificado como uno de los agresores. Sabían que era amigo de Harris. Y sabían que todavía no había llegado a casa, aunque se estaba haciendo tarde. El señor Klebold dijo que tenían que enfrentarse a los hechos. Pero ni él ni su mujer estaban preparados para aceptar la desagradable verdad, y no podían creer que estuviera sucediendo. “Esto es real,” continuaba diciendo el señor Klebold, como si tuviera que convencerse a sí mismo. “Está involucrado.” 

Dentro de 10 días, los Klebold se sentarán junto con los inspectores y empezarán a responder a sus preguntas. Será meses antes de que la misma entrevista tenga lugar con los Harris, quienes están buscando inmunidad contra las acusaciones. David Thomas, el fiscal del distrito, dice que no ha descartado los cargos. Pero en este momento, no tiene las suficientes pruebas de ninguna mala conducta o error. Y no está seguro de que acusar a los padres sirva para ningún bien. “¿Realmente puedo hacer algo para castigarlos aún más?” 

El sheriff Stone interrogó a los Harris personalmente. “Al principio quieres perseguirlos. ¿Cómo podían no saberlo?” dice Stone. “Luego te das cuenta de que no son diferentes del resto de nosotros.” 

Sin embargo, de todos los asuntos sin resolver sobre quién sabe qué, el más serio involucra al señor Harris. Los inspectores han oído a un antiguo alumno de Columbine, Nathan Dykeman, que el señor Harris podría haber encontrado una bomba de tubo una vez. Nathan afirma que Eric Harris le contó que su padre salió con él y la detonaron juntos. Nathan es un testigo problemático, en parte porque aceptó dinero de los periódicos después de la masacre. Su historia viene a ser lo mismo que las habladurías que se oyen porque está basada en algo que Harris supuestamente dijo. Los inspectores tampoco han podido preguntar al señor Harris sobre esto; el abogado de los Harris prohibió que se efectuasen este tipo de preguntas como condición para que los padres de Eric se reunieran con los investigadores. 

En cuanto a los Klebold, Kate Battan y su sargento, Randy West, estaban convencidos después de sus entrevistas de que los padres fueron engañados como todos los demás. “No eran padres ausentes. Son gente normal que parece preocuparse por sus hijos y que están implicados en sus vidas,” dice Battan. Ellos también han sufrido una terrible pérdida, la de un hijo y la confianza en sus instintos. “No tienen defensores de las víctimas que los ayuden a pasar esto,” dice Battan. Tienen, sin embargo, un grupo de amigos leales, y ven a uno o a más cada día. En privado, los Klebold intentan recordar cada interacción que tuvieron con el hijo al que, ahora se dan cuenta, nunca conocieron: las conversaciones, los viajes en coche, las veces que lo castigaron por cosas de poca importancia. “Ella quería saberlo todo,” dice un amigo sobre la señora Klebold. 

Muchos de los padres de las víctimas desean poder hablar con los Klebold y los Harris, de padre a padre. Donna Taylor se ha solidarizado con su hijo Mark, de 16 años, que recibió 6 disparos y pasó 39 días en el hospital. Ella ha intentado establecer contacto. “Tan sólo queremos entender,” explica. “Desde el Día Uno, quise reunirme y hablar con ellos. Quiero decir, quizá ellos vigilaron a sus hijos y no estamos escuchando su historia.” 

En todas las cintas de vídeo, parece que las únicas personas por las que los asesinos sentían remordimientos eran sus padres. “Es una putada hacerles esto,” dice Harris de sus padres. “Van a pasar por un infierno una vez que hagamos esto.” Y luego les habla directamente. “Tíos, no hay nada que pudierais haber hecho para impedir esto,” dice. 

Klebold les dice a su madre y a su padre que han sido “padres estupendos” que le enseñaron “autoconciencia, autoconfianza… siempre agradecí eso.” Añade, “lo siento tengo demasiada rabia.” 

En un momento dado Harris se queda muy callado. Sus padres probablemente han notado que se ha vuelto más distante e introvertido últimamente – pero es por su propio bien. “No quiero pasar más tiempo con ellos,” dice. “Desearía que estuvieran fuera de la ciudad de modo que no tuviera que verlos ni relacionarme con ellos más.” 

A lo largo de los meses, la policía ha mantenido al instituto informado del progreso de su investigación: el director Frank DeAngelis no ha visto las cintas de vídeo, pero las pruebas de que los chicos fueron motivados por muchas cosas ha provocado que algunos en el instituto afirmen la reivindicación silenciosamente. La acusación fue que el clima social de Columbine era de algún modo tan rancio y el acoso por parte de los atletas tan incesante que llevó a estos chicos a asesinar. La investigación de la policía proporciona al instituto su mejor defensa. “En ninguna de las investigaciones del sheriff o del colegio sobre lo que sucedió se observa que fuese causado por los atletas,” dice el portavoz de los colegios del condado Rick Kaufman. “Harris y Klebold hicieron tantas burlas como las que recibieron. Querían convertirse en héroes de culto. Querían hacer una declaración.” 

Esto es una exageración, y da por sentado la pregunta de por qué los chicos querían hacer una declaración tan ofensiva. Pero muchos estudiantes y docentes estaban horrorizados por la forma en que su instituto estaba siendo descrito después de la masacre y han intentado corregir esto durante los últimos ocho meses. “He preguntado a los estudiantes en algunas ocasiones,” dice DeAngelis, “ ‘Las cosas que has leído en el periódico – ¿están ocurriendo? ¿Soy tan ingenuo?’ Y han dicho, ‘Señor DeAngelis, nosotros no las vemos.’

Quizá vieron a los chavales que tiraban los sobres de ketchup o lanzaban las botellas a los chicos de las gabardinas en la cafetería. Pero las cosas nunca se descontrolaron, dicen. Evan Todd, el defensor de línea de 115 kg que fue herido en la biblioteca, describe el clima de este modo: “Columbine es un sitio limpio y bueno excepto por estos marginados,” dice Todd sobre Klebold, Harris y sus amigos. “La mayoría de los chicos no los querían aquí. Estaban metidos en brujería y usaban muñecos de vudú. Claro que sí, nos burlábamos de ellos. Pero ¿qué esperas de chicos que vienen al instituto con peinados raros y cuernos en sus gorras? No son sólo los atletas; les daban asco al instituto entero. Eran un puñado de maricas que se tocaban las partes íntimas el uno al otro. Si quieres quitarte a alguien de encima, normalmente te burlas de ellos. De modo que el instituto entero los llamaría maricas y cuando hicieran algo de mal gusto, les diríamos, ‘Estáis enfermos y esto está mal’  

Otros están de acuerdo en que se le había dado mucho bombo a todo el punto de vista de crueldad social – igual que a la idea de que la Mafia de la Gabardina era un tipo de pandilla, cuando nunca lo fue. Steven Meier, un profesor de inglés y asesor del periódico escolar, dice, “creo que estos chicos querían hacer algo por lo que pudieran ser famosos. Otras personas intentan esperar hasta que se gradúan e intentan dejar su huella en el mundo laboral e intentan ser famosos de una forma positiva. Creo que estos chicos tenían un sombrío punto de vista de la vida y de su propia mortalidad. Centrarse en el aspecto del acoso escolar es centrarse en una pequeña pieza del puzzle.” Meier señala que el hermano de Harris, desde luego, es un chico estupendo. “¿Por qué una familia tendría un hijo bueno y uno malo?” pregunta Meier. “¿Por qué algunas personas resultan ser malas?” 

Los asesinos grabaron su última cinta de vídeo la mañana de la masacre. Ésta es la única cinta que los Klebold han visto; los Harris no han visto ninguna. Primero Harris sostiene la cámara mientras Dylan habla. Cuando la cámara ajusta el zoom, Klebold lleva puesta una gorra de los Boston Red Sox con la visera hacia atrás. “Queda media hora para nuestro día del juicio final,” dice Klebold a la cámara. Quiere despedirse de sus padres. “No me gustaba mucho la vida,” dice. “Sólo sé que voy a un lugar mejor que este,” dice. 

Coge la cámara de Harris, quien empieza su rápida despedida. “Sé que mi madre y mi padre estarán estupefactos e incrédulos,” dice. “No pudo evitarlo.” 

Klebold interrumpe. “Es lo que teníamos que hacer,” dice. Luego enumeran algunos de sus CD favoritos y otras pertenencias que quieren dejar en testamento a determinados amigos. Klebold chasquea sus dedos para que Harris se dé prisa. El tiempo se está acabando. 

“Ya está,” concluye Harris, muy brevemente. “Lo siento. Adiós.”


Esta página está dedicada a todos aquellos que resultaron heridos o murieron en el tiroteo que tuvo lugar en el instituto Columbine en Littleton, Colorado, el 20 de abril de 1999. Esta web trata sobre los hechos que tuvieron lugar ese día, da una escueta mirada a la realidad de las acciones de Eric Harris y Dylan Klebold y las consecuencias que éstas tuvieron.

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