"Nunca sabré por qué" - Susan Klebold

Por Susan Klebold/Oprah Winfrey / Noviembre de 2009
Fuente: O, the Oprah magazine
 

Desde el día en que su hijo participó en el tiroteo escolar más devastador que América ha visto nunca, he querido sentarme con Susan Klebold para hacerle las preguntas que todos queríamos hacer – comenzando con “¿Cómo no lo viste venir?” y terminando con “¿Cómo lo superaste?”. Durante años, Susan ha declinado educadamente las peticiones para realizarle una entrevista, pero hace varios meses finalmente accedió a romper su silencio y a escribir sobre su propia experiencia para “O”. Incluso ahora, quedan muchas preguntas sobre Columbine. Pero lo que Susan escribe aquí añade una nueva y escalofriante perspectiva. Esta es su historia. - Oprah


Susan y Dylan Klebold celebrando el quinto cumpleaños de Dylan


Justo después del mediodía del martes, 20 de abril de 1999, me estaba preparando para salir de mi oficina del centro de Denver para ir a una reunión cuando vi la luz roja intermitente que me avisaba de que había un mensaje en mi teléfono. Trabajaba para el estado de Colorado, administrando programas de formación para personas con discapacidades; mi reunión era para hablar de becas para estudiantes, y me imaginé que el mensaje sería para avisarme de que se había cancelado a última hora. Pero era mi marido, llamando desde su despacho en casa. Su voz era jadeante e irregular, y sus palabras me pararon el corazón. “¡Susan – esto es una emergencia! ¡Llámame inmediatamente!

El nivel de dolor en su voz sólo podía significar una cosa: algo le había pasado a uno de nuestros hijos. En los segundos que pasaron mientras descolgaba el teléfono y llamaba a casa, el pánico aumentó dentro de mí; era como si millones de diminutas agujas se me estuvieran clavando en las orejas. Mis manos empezaron a temblar. Intenté orientarme a mí misma. Uno de mis hijos estaba en el instituto y el otro estaba en el trabajo. Era la hora del almuerzo. ¿Había habido un accidente de coche?

Cuando mi marido contestó al teléfono, gritó “¡Presta atención a la televisión!” - luego acercó el auricular para que pudiera escuchar. No podía entender las palabras que se oían, pero el hecho de que fuera lo que fuera lo que había sucedido fuese lo suficientemente importante como para estar en la TV me llenó de terror. ¿Estábamos en guerra? ¿Estaba nuestro país bajo un ataque nuclear? “¿Qué está pasando?” chillé.

Él se puso de nuevo al teléfono y me contó de lo que acababa de enterarse a través de un amigo cercano de nuestro hijo de 17 años, Dylan; había una especie de tiroteo en el instituto, pistoleros con gabardinas negras estaban disparando a la gente, el amigo conocía a todos los chicos que llevaban gabardinas, y todos estaban dando explicaciones excepto Dylan y su amigo Eric – y Dylan y Eric no habían estado en clase esa mañana – y nadie sabía dónde estaban.

Mi marido se había convencido de que si encontraba la gabardina, eso significaría que Dylan no estaba involucrado. Había desgarrado la casa, buscando en todas partes. No la encontró. Cuando no quedaba ningún sitio en el que buscar, de algún modo supo la verdad. Fue como mirar fijamente a una de esas imágenes en 3-D generadas por ordenador, cuando el dibujo abstracto de repente se convierte en una imagen reconocible.

Casi no tuve aire suficiente en mis pulmones para decir “Voy a casa.” Colgamos sin decir adiós.

Mi oficina estaba a 42 kilómetros de nuestra casa. Lo único en lo que podía pensar mientras conducía era que Dylan estaba en peligro. Con cada célula de mi cuerpo, sentí lo importante que era para mí, y supe que nunca me recuperaría si le ocurría algo. Oscilé entre imposibles paroxismos de miedo. Quizá nadie sabía dónde estaba Dylan porque lo habían disparado. Quizá estaba tendido en algún lugar del instituto herido o muerto. Quizá había sido tomado como rehén. Quizá estaba atrapado y no podía comunicarse con nosotros. Quizá era algún tipo de broma y no había ningún herido. ¿Cómo podríamos pensar, aunque fuera durante un segundo, que Dylan sería capaz de pegarle un tiro a alguien? Nos avergonzábamos con tan sólo pensar en esa posibilidad. Dylan era un chaval amable y sensato. Nadie de nuestra familia había tenido nunca una pistola. ¿Cómo sería posible que formara parte de algo como esto?

Pero no importaba cuánto quisiera creer que no estaba involucrado, no podía descartar la posibilidad. Mi marido se había dado cuenta de que había algo raro en la voz de Dylan a principios de esa semana; yo misma la había oído aquella mañana. Sabía que a Dylan no le gustaba su instituto. Y que estos últimos días había pasado mucho tiempo con Eric Harris – que no había venido a nuestra casa desde hacía meses pero que repentinamente se había quedado para pasar la noche el último fin de semana. Si Eric también estaba desaparecido ahora, no podía negar que los dos pudieran estar involucrados en algo malo juntos. Hacía más de un año, habían entrado a robar en una furgoneta aparcada en una carretera rural cerca de nuestra casa. Habían sido detenidos y habían completado un programa de diversificación juvenil que incluía orientación psicopedagógica, servicios comunitarios y clases. Su robo había mostrado que, bajo la influencia que se ejercían el uno al otro, podían ser impulsivos y no tener escrúpulos. ¿Podrían también – sin importar lo increíble que parezca – ser violentos?

Cuando llegué a casa, mi marido me contó que la policía estaba en camino. Tenía tanta adrenalina en mi sistema que, incluso mientras me cambiaba de ropa, iba corriendo de una habitación a otra. Sentía mucha urgencia por estar preparada para cualquier cosa que pudiera suceder. Llamé a mi hermana. Cuando le conté lo que estaba pasando, me sentía tan horrorizada que empecé a llorar. Momentos después colgué el teléfono, mi hijo de 20 años entró en la habitación y me levantó en sus brazos como si fuera una muñeca de trapo mientras yo sollozaba en un paño de cocina. Entonces mi marido gritó desde el vestíbulo de entrada, “¡Están aquí!

Los miembros del equipo SWAT, con sus uniformes oscuros y sus chalecos antibalas habían llegado. Pensé que venían para ayudarnos o para que pudiéramos ayudar a Dylan; si Dylan tenía un arma, quizá tenían la esperanza de que pudiéramos persuadirlo para que la soltara. Pero parecía que a los ojos de los miembros del equipo SWAT, nosotros éramos sospechosos. Años más tarde entendería que muchas de sus acciones de ese día las realizaron con la intención de protegernos; temían que nos pudiéramos herir a nosotros mismos o que hubiera explosivos en nuestra casa, nos dijeron que teníamos que salir de la casa. Durante el resto de la tarde, permanecimos fuera, sentados en la acera o paseando por nuestro camino de ladrillos. Cuando necesitábamos usar el baño, dos guardias armados nos acompañaban dentro y nos esperaban en la puerta.

No recuerdo cómo o cuándo, pero en algún momento de ese día se confirmó que Dylan y Eric eran, efectivamente, los autores de la masacre en el instituto. Yo estaba en shock y casi no podía comprender lo que estaba ocurriendo, pero podía oír la televisión a través de las ventanas abiertas. En las noticias se anunciaba un creciente número de víctimas. Los helicópteros comenzaron a volar en círculos encima de nosotros para capturar en pantalla a la familia de uno de los asesinos. Los coches bordeaban la carretera y los espectadores se quedaban embobados mientras trataban de conseguir una mejor vista.

Aunque otros estaban sufriendo, mis pensamientos estaban centrados en la seguridad de mi hijo. A cada momento que pasaba, la probabilidad de ver a Dylan como lo conocía se reducía. Pregunté a la policía una y otra vez, “¿Qué está pasando? ¿Dónde está Dylan? ¿Está bien?” Más avanzada la tarde, finalmente alguien me contó que estaba muerto pero no cómo había fallecido. Nos dijeron que desalojáramos la casa durante unos días para que las autoridades pudieran investigar el lugar; encontramos refugio en el sótano de la casa de un miembro de la familia. Tras una noche de insomnio, me enteré de que Dylan y Eric habían matado a 12 estudiantes y un profesor, y habían herido a 24 personas antes de quitarse la vida.

Durante su infancia, Dylan hizo que ser padres fuese fácil. Desde que era pequeño, tenía un notable sentido del orden y prestaba mucha atención. Pasaba horas haciendo puzzles y entrelazando juguetes. Le encantaba el origami y los Lego. Cuando estaba en tercer curso, entró en un programa para niños dotados en la escuela, se había convertido en el compañero de ajedrez más fiel de su padre. Él y su hermano jugaban a representar hazañas heroicas en nuestro patio trasero. Jugaba en la Little League de béisbol. No importaba lo que hiciese, siempre conseguía ganar – era muy duro consigo mismo cuando perdía.

Su adolescencia fue menos feliz que su infancia. Cuando creció, se volvió muy tímido y se sentía incómodo cuando era el centro de atención, y se ocultaría o se haría el tonto si intentábamos hacerle una foto. Durante el primer ciclo de secundaria, fue evidente que ya no le gustaba el colegio; peor aún, sus ganas de aprender habían desaparecido. En el instituto, consiguió un trabajo y participó como técnico de sonido en la puesta en escena de obras de teatro, pero sus notas eran muy normales. Pasaba el tiempo con sus amigos, se iba a dormir tarde cuando podía, pasaba tiempo en su habitación, hablaba por teléfono y jugaba a videojuegos en el ordenador. Durante su tercer año en el instituto, nos dejó atónitos cuando hackeó el sistema de ordenadores del instituto con un amigo (hecho por el que fue expulsado), pero el punto más bajo de ese año fue su arresto. Después de haber sido detenido, lo mantuvimos alejado de Eric durante varias semanas, y cuando el tiempo pasó, parecía como que él mismo se distanciaba de Eric por decisión propia. Lo tomé como una buena señal.

Durante su último año de instituto, Dylan se había vuelto alto y delgado. Tenía el pelo largo y desaliñado; bajo su gorra de béisbol, su pelo sobresalía como si fuese una peluca de payaso. Había sido aceptado en cuatro universidades y había decidido ir a la Universidad de Arizona, pero no había recuperado su amor por el aprendizaje. Era muy callado. Le molestaba que criticáramos su forma de conducir, que le dijéramos que ayudara en casa o si le aconsejábamos que se cortara el pelo. Durante los últimos meses de su último año, estaba pensativo, como si estuviera pensando en los desafíos que conllevaba el hacerse mayor. Un día de abril le dije, “Últimamente estás muy callado - ¿estás bien?”. Me contestó que “sólo estaba cansado”. Otra vez le pregunté si quería hablar sobre el tema de marcharse a la universidad. Le dije que si no se sentía preparado, podía quedarse en casa e ir a una universidad de la comunidad. Me dijo “Quiero marcharme, sin duda.” Si fue una alusión a algo más que irse de casa a la universidad, ni siquiera se me ocurrió.

Por la mañana temprano el 20 de abril, me estaba vistiendo para ir al trabajo cuando oí a Dylan bajar la escaleras dando saltos y abrir la puerta principal. Preguntándome por qué tenía tanta prisa cuando podría haber dormido otros 20 minutos, asomé la cabeza por la puerta. “¿Dyl?”, todo lo que dijo fue “Adiós”. La puerta principal se cerró de golpe y su coche se alejó a toda velocidad por el camino de entrada. Su voz había sonado muy cortante, muy brusca. Supuse que estaba enfadado porque se había tenido que levantar pronto para ir a alguna clase. No sabía que acababa de oír su voz por última vez.

Llevó unos seis meses al departamento del sheriff empezar a compartir algunas de las pruebas, explicando lo que sucedió ese día. Durante esos seis meses, los amigos y familiares de Dylan no quisimos reconocerlo. No sabíamos que él y Eric habían reunido un arsenal de explosivos y pistolas. Creíamos que no tenía la intención de herir a nadie. Un amigo estaba seguro de que Dylan había sido engañado en el último momento para que usara munición real. Ninguno de nosotros podía aceptar que fuera capaz de hacer lo que hizo.

Estos pensamientos pueden parecer tontos a la luz de lo que sabemos ahora, pero reflejan lo que realmente pensábamos de Dylan. Sí, él había llenado páginas de cuadernos con sus pensamientos y sentimientos privados, expresando repetidamente una profunda alienación. Pero nunca habíamos visto esos cuadernos. Y sí, había escrito una redacción para el instituto sobre un hombre con una gabardina negra que asesina brutalmente a nueve estudiantes. Pero nunca la habíamos visto. (Aunque alarmó lo suficiente a su profesora de lengua para hablarnos de ella, cuando nos reunimos con ella y le pedimos que nos dejara verla dijo que no la llevaba consigo en ese momento. Tampoco describió su contenido, sólo dijo que era “perturbadora.” Estuvimos de acuerdo en que se la mostrara al orientador de Dylan; si él pensaba que había algún problema, alguno de los dos contactaría conmigo. Nunca más tuve noticias de ellos.) No vimos la redacción ni ninguno de los otros escritos de Dylan hasta que la policía nos los mostró seis meses después de la tragedia.

Durante las semanas y meses que siguieron a la matanza, casi me volví loca por el dolor que sentía por todo el sufrimiento que mi hijo había causado y por la profunda pena de haber perdido a un hijo. La mayoría del tiempo, sentía que no podía respirar, y a menudo deseé morirme. Me perdía mientras conducía. Cuando volví al trabajo a tiempo parcial a finales de mayo, me sentaba en las reuniones sin la menor idea de lo que estaban diciendo. Olvidaba conversaciones enteras. Lloraba en momentos inoportunos, poniendo en una situación embarazosa a los que estaban a mi alrededor. Una vez, vi una paloma muerta en un aparcamiento y casi me puse histérica. Desconfiaba de todo – especialmente de mi propio criterio.

Ver imágenes de la devastación y de los supervivientes llorando era más de lo que podía soportar. Evitaba ver las noticias. Estaba obsesionada pensando en los chicos inocentes y el profesor que pagaron las consecuencias de la crueldad de Dylan. Sufría por las otras familias, aunque ni siquiera las conocía. Algunos habían perdido a seres queridos, otros intentaban sobrellevar heridas severas y traumas psicológicos. Era imposible pensar que alguien a quien yo había criado pudiera causar tanto sufrimiento. El descubrimiento de que podía haber sido incluso peor – que si su plan hubiese funcionado, Dylan y Eric habrían volado el instituto – sólo aumentó mi agonía.

Pero mientras que yo me veía como una víctima más de la tragedia, no tenía el consuelo de saber que la mayor parte de la comunidad me viera como tal. Era ampliamente vista como una de las autoras o, al menos, como una cómplice ya que era la persona que había criado a un “monstruo”. En una de las encuestas del periódico, el 83% de los encuestados dijeron que el fracaso de los padres en enseñar a Dylan y a Eric valores apropiados, jugó un papel importante en la matanza de Columbine. Si encendía la radio, oía voces que nos condenaban por las acciones de Dylan. Nuestros cargos electos declararon públicamente que el mal cuidado de los hijos fue la causa de la masacre.

Por todo esto, sentía una humillación enorme. Durante meses me negué a usar mi apellido en público. Evitaba el contacto visual mientras caminaba. Dylan era un producto del trabajo de mi vida, pero sus últimas acciones implicaron que nunca se le había enseñado los fundamentos de lo que estaba bien y de lo que estaba mal. No había forma de compensar la conducta de mi hijo.

Aquellos a quienes nos importaba Dylan nos sentimos responsables de su muerte. Pensábamos, “si hubiera sido un/a mejor (madre, padre, hermano, amigo, tía, tío, primo), habría sabido que esto iba a pasar”. Veíamos sus acciones como nuestro fracaso. Intenté identificar algún suceso crucial en su educación que pudiera explicar su enfado. ¿Había sido demasiado estricta? ¿No había sido lo suficientemente estricta? ¿Lo había presionado demasiado o no lo suficiente? Durante los días anteriores a su muerte, lo había abrazado y le había dicho cuánto lo quería. Sujeté su rasposa cara entre mis manos y le dije que era una persona maravillosa y que estaba orgullosa de él. ¿Se había sentido agobiado por esto? ¿Pensó que no podría estar a la altura de mis expectativas?

Me habría gustado hablar con Dylan una última vez y preguntarle en qué pensaba. Hablé con él en mis pensamientos y rezaba para entenderlo. Llegué a la conclusión de que no me quería, porque el amor lo habría prevenido de hacer lo que hizo. Y aunque en algunos momentos estaba enfadada con él, la mayor parte del tiempo pensaba que era yo quien necesitaba que me perdonara por no haberme dado cuenta de que necesitaba ayuda.

Desde que tuvo lugar la tragedia, he pasado por muchas horas de terapia. He disfrutado de la lealtad y bondad de amigos, vecinos, compañeros de trabajo, familiares y desconocidos. También recibí una inesperada bendición. En ocasiones han contactado conmigo los padres de algunos de los chicos que murieron en el instituto. Estas valientes personas me pidieron reunirse en privado conmigo para que pudiéramos hablar. Su compasión me ayudó a sobrevivir.

Sin embargo, la participación de Dylan en la masacre fue algo imposible de aceptar para mi hasta que empecé a conectarlo con su propia muerte. Una vez que vi sus diarios, para mí quedó claro que Dylan entró al instituto con la intención de morir allí. Y así, en lugar de intentar entender qué podría haber estado pensando, empecé a aprender todo lo que pude sobre el suicidio.

El suicidio es el resultado final de una compleja mezcla de patologías, carácter y circunstancias que producen angustia emocional grave. Esta angustia es tan grande que afecta a la capacidad de pensar y actuar racionalmente. Por los escritos que Dylan dejó, los psicólogos criminales han concluido que estaba deprimido y que era un suicida. Cuando vi por primera vez las copias de estos escritos, se me rompió el corazón. No había tenido ni idea de la lucha que Dylan estaba teniendo en su mente. Ya dos años antes del tiroteo, escribió sobre poner fin a su vida. En un poema escribió: “La venganza es dolor / la muerte es un respiro / la vida es un castigo / los logros de los demás son nuestro tormento / la gente es igual / yo soy diferente.” Escribió sobre su deseo de amar y de su casi obsesión por una chica que aparentemente ni sabía que él existía. Escribió: “La Tierra, la humanidad, AQUÍ. Eso es el lo que pienso mayormente. Lo odio. Quiero ser libre... libre... creo que ya es hora. El dolor se multiplica infinitamente. Nunca para (¿ya?) Estoy aquí, TODAVÍA solo, aún dolorido...

Entre las cosas que la policía encontró en su habitación estaban dos frascos medio vacíos de Hierba de San Juan, una hierba usada para subir el humor y para el tratamiento de la depresión leve. Pregunté a uno de los amigos de Dylan si sabía que Dylan la había estado tomando. Dylan le contó que esperaba que lo ayudara a aumentar su “motivación”.

Cada año hay aproximadamente 33,000 suicidios en Estados Unidos. (En Colorado, el suicidio es la segunda causa principal de la muerte de personas entre 15 y 34 años). Y se estima que entre un 1 y un 2% de los suicidios conllevan la muerte de más personas. Nunca sabré por qué Dylan formaba parte de este pequeño porcentaje. Nunca podré explicar o excusar lo que hizo. Ninguna experiencia humillante en el instituto podría justificar una reacción tan desproporcionada. Tampoco puedo decir cuán fuertemente fue influido por algún amigo. No sé cuánto control tenía sobre sus elecciones en el momento de su muerte, qué factores lo presionaron para cometer asesinatos y por qué no terminó con su dolor él solo. Sin embargo, tras varias charlas con supervivientes a suicidios creo que logré hacerme una idea de por qué no pidió ayuda.

Creo que Dylan no quería hablar de sus pensamientos porque se avergonzaba de tenerlos. Estaba acostumbrado a ocuparse de sus problemas y percibía la incapacidad para hacerlo como una debilidad. La gente que considera la opción del suicidio algunas veces piensa que sin ellos el mundo será mejor, y sus razones de querer morir cobran sentido. Están demasiado mal como para ver la irracionalidad de sus pensamientos. Creo que lo que asustó a Dylan fue encontrarse con algo que no podía manejar, ya que siempre había estado orgulloso de la confianza que tenía en sí mismo. Creo que intentó rechazar esos pensamientos negativos, sin darse cuenta de que dejarlos al descubierto contándoselo a alguien que pudiera ayudarlo era un modo de vencerlos.

Mientras criaba a Dylan, le enseñé a protegerse de una gran cantidad de peligros: los relámpagos, picaduras de serpientes, heridas en la cabeza, cáncer de piel, fumar, beber, enfermedades de transmisión sexual, adicción a las drogas, conducción temeraria e incluso intoxicación por monóxido de carbono. Nunca se me ocurrió que el peligro más grave – para él y, como termino siendo, para tantos otros – podía venir de su interior. La mayoría de nosotros no vemos los pensamientos suicidas como la amenaza para la salud que son. No estamos cualificados para identificarlos en los demás, para ayudarlos adecuadamente o para reaccionar de una forma sana si somos nosotros mismos quienes tenemos estos sentimientos. 

En memoria de Dylan, yo apoyo la investigación sobre el suicidio y el fomento de la prevención y la concienciación responsable al igual que el apoyo a los supervivientes. Espero que algún día todo el mundo reconozca los signos de advertencia del suicidio – incluyendo los sentimientos de desesperanza, retraimiento, pesimismo y otras señales de depresión seria – tan fácilmente como reconocemos los signos de advertencia del cáncer. Espero que superemos nuestro miedo de hablar sobre el suicidio. Espero que enseñemos a nuestros hijos que la mayoría de los adolescentes suicidas telegrafían sus intenciones a sus amigos, ya sea a través de comunicación verbal, notas o preocupación por la muerte. Espero que lleguemos a entender la relación entre el comportamiento suicida y el comportamiento violento, y nos demos cuenta de que tratar a los primeros quizá nos ayude a prevenir a los segundos. (De acuerdo a la Iniciativa de Seguridad Escolar del Servicio Secreto de EE.UU., el 78% de los agresores escolares tiene un historial con intentos de suicidio o pensamientos suicidas.) Pero debemos recordar que puede que las señales de advertencia no siempre nos avisen. Nadie vio que Dylan estaba deprimido. No habló de la muerte, no se delató ni dijo que el mundo sería mejor sin él. Y también debemos recordar que incluso si alguien está exhibiendo señales de riesgo de suicidio, no siempre será posible prevenir la tragedia. Algunos de los que cometen suicidio o asesinato-suicidio ya están – como Eric Harris – recibiendo asistencia psiquiátrica.

Si mi investigación me ha enseñado algo, es esto: Cualquiera puede llegar a ser afectado por el suicidio. Pero para aquellos que tienen sentimientos suicidas o para los que han perdido a alguien a causa del suicidio, quiero que sepan que tienen ayuda disponible – a través de recursos proporcionados por organizaciones sin ánimo de lucro como la Fundación Americana para la Prevención del Suicidio y la Asociación Americana de Suicidología.

Durante el resto de mi vida, seré perseguida por el horror y la angustia que Dylan causó. No puedo mirar a un niño en un supermercado o en la calle sin pensar en cómo los compañeros de instituto de mi hijo pasaron los últimos momentos de sus vidas. Dylan cambió todo lo que creía sobre mí misma, sobre Dios, sobre la familia y sobre el amor. Pienso que creía que si quería a alguien tan fuertemente como lo quería a él, sabría si tenía problemas. Mis instintos maternales lo mantendrían a salvo. Pero no lo supe. Y mis instintos no fueron suficientes. Y el hecho de que nunca vi la tragedia aproximarse todavía es casi inconcebible para mí. Sólo espero que mi historia pueda ayudar a aquellos que todavía pueden ser ayudados. Espero que, leyendo mi experiencia, alguien vea lo que yo no vi. 


Susan Klebold


Esta página está dedicada a todos aquellos que resultaron heridos o murieron en el tiroteo que tuvo lugar en el instituto Columbine en Littleton, Colorado, el 20 de abril de 1999. Esta web trata sobre los hechos que tuvieron lugar ese día, da una escueta mirada a la realidad de las acciones de Eric Harris y Dylan Klebold y las consecuencias que éstas tuvieron.

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