Por Andrew Solomon / 13 de noviembre de 2012
El 20 de abril de 1999, Eric Harris y Dylan Klebold, alumnos de último curso del Instituto Columbine de Littleton, en Colorado, colocaron bombas en la cafetería, las programaron para que explotaran durante el primer recreo, a las 11:17, y planearon disparar contra todo aquel que intentara huir. Un error en la construcción de los detonadores impidió que se produjera la explosión, pero Klebold y Harris secuestraron de todas formas la escuela entera, matando a doce estudiantes y un profesor antes de suicidarse. En su momento, fue el peor episodio de violencia escolar de la historia. La derecha estadounidense lo achacó a la decadencia de los valores de la familia, mientras que la izquierda redobló sus ataques a la violencia de las películas y procuró endurecer las leyes para el control de las armas. La cultura en toda su extensión recibía unas críticas indiscriminadas que intentaban ofrecer una explicación a unos hechos inexplicables.
Generalmente, el número de muertes que se reconoce es de trece, y el Columbine Memorial conmemora solo a trece víctimas, como si Klebold y Harris no hubieran perecido también ese día en aquel lugar. Al contrario de lo que se ha venido diciendo desde entonces, los chicos no procedían de entornos conflictivos ni tenían antecedentes de violencia criminal. El mundo que presenció ese horror se hacía la ilusión de que una buena familia podía evitar que sus hijos se convirtieran en Eric Harris o Dylan Klebold, pero la maldad no siempre nace de forma previsible ni da cuenta de sus actos. Así como las familias de los autistas o los esquizofrénicos se preguntan qué ha sucedido con esos hijos aparentemente sanos que conocían, otras tienen que sobrellevar que sus hijos cometan actos horrendos y se preguntan qué ha sucedido con esos niños inocentes a los que creían comprender.
Me dispuse a entrevistar a Tom y Sue Klebold con la esperanza de que conocerlos arrojara luz sobre los actos de su hijo. Cuanto más conocía a los Klebold, más perplejo me quedaba. La dulzura de Sue Klebold, que antes de nacer Dylan trabajó con discapacitados, era la respuesta a los ruegos de muchos niños maltratados o abandonados, y el tenaz entusiasmo de Tom habría sido capaz de levantarle el ánimo a cualquiera. De todas las familias que me encontré al escribir este libro, los Klebold son una de aquellas a las que más me habría gustado pertenecer. Inmersos en su drama particular, aprendieron a perdonar y empatizar de una manera asombrosa. Son víctimas de la aterradora y profunda incapacidad de conocer al otro incluso en la más íntima de las relaciones humanas. Es más fácil querer a una buena persona que a una mala, pero puede ser más difícil perder a una mala persona a la que amas que a una buena. Sue Klebold me dijo en una ocasión: “La otra noche vi ‘La semilla del diablo’ y me identifiqué con la madre al momento”. Cuando Barbara Walters entrevistó al padre de uno de los compañeros de clase tras los acontecimientos, este dijo de los Klebold: “Están en el disparadero. Y no tienen más piezas para resolver este rompecabezas que cualquier otro”.
Lo último que Sue Klebold oyó de Dylan, el pequeño de sus dos hijos, fue su despedida antes de salir en dirección al instituto aquel 20 de abril. Al mediodía Tom recibió una llamada en referencia a los tiroteos en que se le comunicaba que su hijo era uno de los sospechosos. Telefoneó a Sue, quien me contó:
Tuve una visión repentina del escenario. Así que mientras las otras madres de Littleton rezaban por que su hijo estuviera a salvo, yo tuve que rezar por que el mío muriese antes de que causara daño a más gente. Pensé que si aquello estaba sucediendo realmente y sobrevivía, quedaría en manos del sistema judicial criminal y lo ejecutarían, y no podría soportar perderlo dos veces. Recé con todas mis fuerzas para que se matara, porque así al menos sabría que quería morir y no tendría que hacerme todas las preguntas que habría tenido que plantearme si lo hubieran abatido las balas de la policía. Tal vez hiciera bien, pero he pasado muchas horas arrepintiéndome; deseé que mi hijo se suicidara y lo hizo.
Aquella noche la policía aconsejó a los Klebold que salieran de casa, tanto para registrarla de arriba abajo como por su propia seguridad. “Pensé en la muerte de Dylan y me dije: ‘Era joven y estaba sano, podría donar sus órganos’. Y luego pensé: ‘¿Quién querría los órganos de un asesino?’. Así comprobé por primera vez cómo vería el mundo a mi hijo”. Los Klebold permanecieron cuatro días con la hermana de Tom y regresaron a casa para el funeral de Dylan. “No sabíamos qué había sucedido realmente – dijo Sue–. Solo teníamos la seguridad de que Dylan estaba muerto, que se había suicidado, que había participado en un tiroteo”.
Cuando Littleton comenzó su período de luto, un carpintero de Illinois erigió quince cruces en una colina cerca de la escuela. “Fue muy alentador – comentó Tom –. Yo quería ser parte de la comunidad. Y pensé que podíamos compartir todos nuestro duelo”. “Había flores, y en las de Dylan y Eric, tantas como en las de los demás”, recordó Sue.
Más tarde los padres de una de las víctimas destruyeron las cruces de Dylan y Eric. El grupo juvenil de la iglesia local plantó quince árboles y seguidamente llegaron otros padres con la prensa para talar los árboles de Dylan y Eric. En la ceremonia de graduación del instituto, una semana después, hubo encomios para las víctimas, pero el director les dijo a los amigos de Dylan y Eric que se marcharan. En poco tiempo, los reportajes que se referían al incidente empezaron a hablar de trece en lugar de quince. “El mensaje era este: ‘Murieron trece personas. Dos nazis los mataron y sus padres eran responsables’. Aquello fue un linchamiento”, dijo Tom. Sue comentó pensativamente:
Parece que los otros padres creían que ellos habían sufrido la pérdida y yo no, porque sus hijos tenían valor y el mío no. Mi hijo también murió. Murió después de tomar una decisión horrible y de hacer algo horrible, pero seguía siendo mi hijo, y no dejaba de estar muerto.
El abogado de los Klebold les aconsejó que no hablaran ante la prensa. Su silencio exacerbó la hostilidad local. “Leías algo y no podías responder – dijo Tom –. Sabías que era falso, tendencioso y provocador”. “Era como ser golpeado una y otra vez – contó Sue –, y no podías defenderte”. Sue, en un acto de catarsis agonizante, envió notas manuscritas a los padres de todos los chicos que habían fallecido o habían resultado heridos. Aunque no se sentía responsable por lo sucedido, quería mitigar su desolación. Más tarde explicó:
Para mí la única manera de curar a esta comunidad era intentar mantener una relación personal con cada una de las víctimas. Mi viaje no acabará hasta que pueda decirles a estas personas: “Si algún día quiere verme estoy a su disposición. Nos encontraremos en su casa, en el despacho de un sacerdote, o con un mediador si lo prefiere. Estaré aquí si es que hablar conmigo puede ayudarle”.
Nunca llegó a hacerlo, porque un psicólogo le advirtió de que tener contacto con ellos podría traumatizarlos más. “Pero lloré por esos chicos tanto como por el mío”. En aquellos momentos en que los Klebold se enfrentaban a tamaña hostilidad, también emergió a la superficie un amor inusual. Tom dijo:
Unas semanas después del suceso de Columbine, una cajera de Home Depot me dio un abrazo. Los vecinos nos traían comida. Y cuando fui al taller a arreglar una rueda, el mecánico me dijo: “Al menos no se ha cambiado el nombre”. Le pareció algo digno de respeto.
Las investigaciones llevadas a cabo durante los meses siguientes revelaron que en Columbine había una atmósfera de acoso asfixiante. Tom afirmó:
Si no formabas parte del grupo de chicos populares y eras bueno en los deportes no eras nadie. Así que Dylan estaba resentido. Lo único que hubiera podido impedir lo sucedido en Columbine habría sido quitarle esa astilla que tenía clavada, y la astilla se la clavaron en ese colegio. Eric y él no nos dispararon a nosotros, ni a ningún supermercado o gasolinera; dispararon contra el instituto. El patrón social que seguía Columbine era injusto, y Dylan no podía hacer nada para cambiarlo. Esto puede causar la suficiente ira en un chico sensible como para querer vengarse.
Sin que lo supieran los Klebold, Dylan, a pesar de medir casi dos metros y no ser fácil de zarandear, había sufrido grandes humillaciones en el instituto. Un día llegó a casa con la camisa llena de manchas de ketchup, y cuando su madre le preguntó qué había sucedido, dijo que había sido el peor día de su vida y que no quería hablar de ello. Meses después de su muerte se enteraría de un incidente en el que otros chicos habían empujado y rociado de ketchup a Dylan y Eric al grito de “maricas”. “Sufrí mucho al saber que había visto el resultado de aquel día y no lo había ayudado”. Semanas después del suceso, cuando Tom fue a recoger el coche de Dylan del depósito de la policía, uno de los agentes le dijo:
Mi hijo regresó un día a casa del mismo instituto y le habían prendido fuego al pelo allí mismo, en la entrada. Tenía todo el cuero cabelludo quemado. Me entraron ganas de hacer pedazos el instituto, pero me dijo que eso solo serviría para empeorarlo.
Un año después de la matanza, la policía devolvió los diarios de Dylan a los Klebold, que desconocían su existencia. Sue dijo:
En los escritos de Dylan se repite constantemente el “soy mas listo que ellos”. Sentía desprecio por los que lo maltrataban. Creo que le gustaba imaginarse perfecto, y esa grandiosidad se materializó en el tiroteo. Empezó a mostrarse más reservado e introvertido durante los últimos dos años de instituto, pero eso tampoco es tan raro. El tópico de que Eric y él eran dos chicos desgraciados que confabulaban porque estaban aislados es falso. Era un chico alegre. Muy tímido. Tenía amigos y les caía bien. Me sorprendió tanto saber que mi hijo les parecía un marginado como oír que estaba implicado en el tiroteo. Dylan se preocupaba por los demás.
Tom objetó: “O lo parecía”. Susan señaló:
Nunca sabré qué es peor, si pensar que mi hijo estaba destinado a ser así y no podía hacer nada para evitarlo o pensar que era una buena persona y algo le hizo reaccionar de esa manera. La marginación que he sufrido desde la tragedia me ha hecho ver cómo debió de sentirse mi hijo. Dylan nos ha proporcionado una versión de su propia realidad que nos convierte en personas impopulares, parias que carecen de medios para defenderse de quienes los odian.
Su abogado expurgaba el correo para que no vieran la peor parte. “Podía leer cientos de cartas que dijeran: ‘La admiro’, ‘Rezo por usted’, pero bastaba una carta que expresara odio para destrozarme. Cuando la gente te desprecia no hay amor que lo cure”.
Tom también era extremadamente tímido en el instituto, y creía comprender a su hijo por instinto. Se veía reflejado en lo que sentía Dylan, pero no en sus actos. Sue piensa que se dio una desafortunada coincidencia de circunstancias, entre las que incluye la depresión, un entorno escolar irritante y la influencia de un amigo con problemas graves. Dijo:
Dylan sentía por Eric una mezcla de miedo, instinto de protección e indefensión. No sé qué lo llevó a cometer ese horrible acto, pero me niego a creer que aquel fuera Dylan. Sí, tomó una decisión consciente y perpetró un acto horrendo, pero ¿qué lo llevó a tomar semejante decisión? Algo se rompió en su interior. Mi hijo murió de la misma patología que mató e hirió al resto.
Me sorprendió que los Klebold permanecieran en una ciudad en la que habían sido objeto de tanta desdicha. Sue afirmó:
Si nos hubiésemos mudado y cambiado de nombre, la prensa lo habría averiguado. Todos me habrían visto como “la madre de aquel asesino”. Aquí al menos hay personas que me conocen y me quieren, y gente que quería a Dylan, que era lo que yo más necesitaba.
Tom dijo sin rodeos: “Si nos hubiéramos marchado habrían ganado ellos. Quedarnos aquí era mi forma de desafiar a los que intentaban amargarnos la existencia”. Me aventuré a señalar que debió de ser duro seguir queriendo a Dylan después de lo sucedido, y Sue respondió:
No, nunca lo fue. Eso fue lo más fácil. Intentar entenderlo fue difícil, sobrellevar la pérdida fue difícil, reconciliarme conmigo misma ante las consecuencias de sus actos fue difícil, pero quererlo no. Eso siempre me resultó sencillo.
Cuando hablaba con los Klebold me daba la impresión de que Sue adoptaba la posición de Alemania y Tom, la de Japón. La madre de Dylan no salía de su ensimismamiento y sentía mucha culpa, mientras que el padre simplemente reconocía el horror y miraba hacia delante. Dijo:
Cuando hablaba con los Klebold me daba la impresión de que Sue adoptaba la posición de Alemania y Tom, la de Japón. La madre de Dylan no salía de su ensimismamiento y sentía mucha culpa, mientras que el padre simplemente reconocía el horror y miraba hacia delante. Dijo:
¿Qué puede hacer uno? Él creía que tenía motivos y sufrió el máximo castigo: ya no está con nosotros. Siento mucho el dolor que mi hijo ha causado a los demás, pero también nosotros hemos sufrido lo nuestro. Perdimos a nuestro hijo y luego hemos tenido que soportar que mancillen su memoria.
Como Japón, también él echaba la culpa a los demás, pero solo hasta cierto punto. “Imagino a Eric diciéndole: ‘Si no lo haces, iré a matar a tus padres’ – diría Tom más tarde –. Pero la participación de Dylan es indiscutible”. Sue cree que su hijo habría sido capaz de aguantar la presión por parte de Eric si ese hubiera sido el problema. Se preguntaba si habría sufrido algún trauma que actuara como detonante, incluso si lo habrían violado, pero nunca encontró pruebas que lo justificaran. Había descubierto unos escritos de Dylan que se remontaban al segundo año de instituto:
Sus palabras son las de un chico reflexivo, introspectivo y deprimido, sobre todo al referirse a alguna chica que le gusta y que no se percata de su existencia. Tres meses antes de la tragedia habla sobre las ganas que tenía de morir y afirma: “Puede que haga un NBK con Eric”.
Después averiguó que “NBK” quiere decir “Natural Born Killers (Asesinos por naturaleza)”.
Así que hasta enero no lo tuvo decidido realmente. Simplemente quería morir. Pero ¿por qué volar la escuela por los aires? Hay lunes en que subo al coche para ir a trabajar, me pongo a pensar en Dylan y me paso todo el trayecto llorando. Hablo con él, o le canto canciones. Tienes que mantener el contacto con ese dolor.
Un suceso de tales dimensiones te modifica completamente el sentido de la realidad. Sue dijo:
Antes pensaba que podía comprender a la gente, ponerme en su lugar y saber cómo piensa. Después de esto me di cuenta de que no tengo ni idea de lo que les pasa a los demás por la cabeza. Leemos cuentos a los niños y les enseñamos que hay gente buena y gente mala. Esto ahora no lo haría nunca. Diría que todos tenemos en nuestro interior la capacidad de ser buenos y la de tomar decisiones equivocadas. Cuando quieres a alguien, tienes que amar tanto su lado bueno como el malo.
Sue trabajaba en un edificio que también albergaba una oficina de libertad condicional y le asustaba subir al ascensor con ex presidiarios. Después de lo de Columbine los veía de otra forma.
Me parecían personas como mi hijo, personas que toman una decisión funesta por algún motivo y acaban en esa horrible y desesperada situación. Cuando oigo noticias sobre terroristas pienso: “Se trata del hijo de una persona”. Columbine me ha hecho sentir la conexión con la humanidad más que ninguna otra cosa.
Los Klebold recibían cartas de chicos que idealizaban a Dylan y de chicas que estaba enamoradas de él. “Tiene sus propios fans”, dijo Tom con una sonrisa torcida por la ironía. La amabilidad inesperada los conmovía. Años después, un hombre se acercó a Sue en una conferencia sobre el suicidio, se arrodilló ante ella y le dijo: “Solo quiero que sepa cuánto la admiro. No puedo creer cómo los han tratado. Cada vez que leía las noticias parecía que la gente iría a su casa a lincharlos”. Algunos extraños la han abrazado. Pero la perspectiva de una vida normal continúa siéndole esquiva. Me contó que hace poco fue al supermercado y la cajera, al verificar su nombre con el permiso de conducir, dijo:
“Klebold… ¿lo conocía?” Entonces respondí: “Era mi hijo”. Y ella empezó con eso de “Aquello fue obra de Satán”, y yo solo pensaba: “Por favor, metamos las cosas en las bolsas”. Cuando me iba de la tienda me gritó que rezaba por mí. Esto acaba destrozándote.
Antes de acudir a mi primer encuentro con Tom y Sue, un amigo me preguntó si tenía miedo de los Klebold, como si pudiera sucumbir a algún espíritu maligno contagioso que hubiera en su casa. Al final, lo más complicado de asimilar fue que fueran tan normales. Uno de los amigos de Dylan me dijo que solía llamarlos Ward y June, por la pareja perfecta de “Déjaselo a Beaver”, porque en su casa todo era siempre agradable y previsible. Me mostraron álbumes de familia y vídeos caseros. Resultó especialmente chocante ver una grabación en la que aparecía Dylan tres día antes de la matanza preparándose para asistir al baile de graduación. Es insolente, como cualquier adolescente, pero también desprende cierta ternura. Parece un buen chico. Nadie diría que estaba a punto de provocar una catástrofe absurda. Se lo ve ajustándose el esmoquin de alquiler, con el pelo largo recogido pulcramente en una coleta, y se queja de que las mangas le quedan cortas, sonriendo a su acompañante, que le abotona la chaqueta. “Papá, ¿por qué grabas esto?”, le pregunta. Después se ríe y dice: “Bueno, algún día volveré a verlo y me preguntaré qué estaba pensando”. Se trata de una impostura portentosa, porque muestra la imagen de una persona que recordará el día en que fue a la fiesta más importante de su vida, trajeado y acompañado de una chica bonita. Al final del vídeo dice: “Nunca tendré hijos. Los niños te amargan la vida”. Ese súbito cambio de humor sale de la nada y se evapora tan pronto como aparece.
Entre el 20 de abril, día del baño de sangre, y el siguiente octubre, los Klebold conocieron pocos detalles de lo que había acontecido, salvo que Dylan estuvo en el tiroteo y se suicidó. “Seguíamos aferrándonos a la idea de que él no había matado realmente a nadie – dijo Sue. Entonces apareció el informe de la policía –. Aquello reactivó de nuevo todo el dolor, porque era imposible negarlo. Podían confirmar a qué personas había asesinado. Y estaba el pequeño mapa de la escuela con todos los cuerpecitos en él”. Después vieron los “vídeos del sótano”, en los que aparece un Dylan que nada tiene que ver con ese joven que va a su baile de graduación, una persona que vomita odio, lleno de una ira megalómana. Sue afirmó:
Ver aquellos vídeos fue tan traumático como el suceso en sí. Todas las ideas a las que nos aferrábamos como autodefensa quedaron hechas trizas. En casa nunca se habló de nada con odio. Yo soy medio judía, y aun así él hace comentarios antisemitas; mencionaban todas las palabras insultantes: “negrata”, kike (término despectivo para referirse a personas judías). Ese era el fruto de la obra de mi vida: había creado un monstruo. Todo aquello que me negaba a creer era cierto. Dylan participó voluntariamente, y la matanza no fue un impulso espontáneo. Había comprado y creado armas diseñadas para acabar con tantas vidas como pudiera. Disparó a matar. Por primera vez entendí la imagen que los otros tenían de él. Casi odié a mi hijo cuando vi el desprecio que sentía por el mundo. Quería destruir ese vídeo que lo inmortalizaba bajo la forma de ese horrible y retorcido error. A partir de aquel momento, independientemente del amor con el que lo recordaran aquellos que lo conocían, los vídeos proporcionarían una perenne contradicción a cualquier aspecto positivo que pudiera comentarse sobre su carácter. Para mí eso supone un vacío asfixiante.
En los citados vídeos, como en el fondo de la caja de Pandora, existe un momento de amabilidad. Eric menciona a sus padres y Dylan dice: “Los míos se han portado bien conmigo. No quiero hablar de eso”.
Cuando Tom y Sue recordaban la época anterior a la caída de su hijo, sus voces se relajaban. “Dylan era una maravilla – rememoró Tom de su infancia –. Encontraba motivación en todo y todo despertaba su curiosidad”. El día de su cumpleaños siempre va a un lugar en el que hacían senderismo y se lleva una lata de Dr. Pepper, porque a su hijo le encantaba, y también el que fue su koala de peluche favorito durante su infancia. Los Klebold necesitaron tres años para limpiar su habitación y reconvertirla en la agradable habitación de invitados en la que dormí durante mis visitas. Sue dijo:
Era un niño estupendo, maravilloso, casi perfecto. Con él te sentías un buen padre, porque todo lo hacía bien. Dylan tenía un increíble sentido de la organización y la estructura, y funcionaba como un reloj.
A los tres años era capaz de contar hasta 110 y usaba imanes de nevera para hacer ecuaciones. Ingresó en preescolar un año antes, sacó notas excelentes y fue aceptado en un programa para niños superdotados. “Cuando era todavía muy pequeño, ponía cinco o seis puzzles en un montón para hacerlos todos a la vez. Le gustaban los laberintos y las sopas de letras. Jugaba al ajedrez con Tom. Era una delicia”. Sue me miró de soslayo y dijo en voz baja: “No sabes cuánto tiempo hace que no tengo la oportunidad de mostrarme orgullosa de mi hijo”. Más tarde afirmó:
Era muy maleable; cuando razonabas con él y le decías: “Creo que deberías hacer determinada cosa por esta razón”, casi siempre acababas convenciéndolo para que cambiara de opinión. Es algo que, desde la perspectiva de un padre, siempre he visto como una cualidad. Pero ahora me parece que pudo suponerle un perjuicio terrible.
Solo un incidente ocurrido el año anterior a la matanza actuó como indicador de que a Dylan le sucedía algo. Durante la primavera les había pedido permiso para pasar la noche en casa de su amigo Zack, y aprovechando que este tuvo que cancelarlo fue a dar una vuelta en coche con Eric. Iban camino de un desfiladero para encender fuegos artificiales, pero pararon antes en una zona de aparcamientos y vieron una furgoneta en cuyo asiento delantero había material audiovisual. Rompieron la ventana con una piedra, robaron el equipo y encendieron la luz del interior del coche para inspeccionar el botín. Cuando un policía se detuvo para comprobar si estaba todo en orden, Dylan confesó el robo casi de inmediato y llevaron a los dos chicos a la comisaría. “Sonó el teléfono y llamaban de la oficina del sheriff – dijo Sue –, la noche más aciaga de nuestras vidas hasta ese momento”. Cuando aparecieron por la comisaría, encontraron a Dylan y Eric esposados. La policía dejó en libertad a los chicos bajo la custodia de los padres y los inscribió en un programa de prevención cuyo objetivo era ayudar a los jóvenes a evitar los antecedentes penales mediante la asignación de servicios a la comunidad, directrices educacionales y compensación. A toro pasado, Sue ve este presunto acto de misericordia como un perverso ardid del destino. Si hubieran ido a la cárcel, los chicos se habrían separado y habrían salido de ese instituto en el que se sentían denigrados.
Llegaron a casa cuando estaba amaneciendo y Sue estaba tan enfadada que no pudo hablar con Dylan. Al día siguiente Tom fue a dar un paseo con él y le preocupó lo enfurecido que se mostraba por la detención. “Se sentía por encima de todo aquello, como si hubiera hecho algo completamente justificado – dijo Tom –. No entendía en absoluto la moraleja de la historia”. Sue advirtió una actitud similar, y el informe de prevención recalcaba que no era capaz de reconocer el mal ocasionado. “Le dije: ‘Dylan, ayúdame a entender esto’ – dice Sue –. ‘¿Cómo pudiste hacer algo tan moralmente incorrecto?’ Y él me respondió ‘Bueno, no se lo hice a una persona; era una compañía. Para esto es para lo que tienen los seguros’. Le dije: ‘¡Dylan, me estás asustando!’. Y él me contestó: ‘Bueno, yo también me asusté. No sé por qué lo hice. Simplemente, de repente lo habíamos hecho’.” Su madre lo achacó a un impulso adolescente y lo instó a prometer que nunca volvería a hacer nada parecido. “Me dijo: ‘Te lo prometo. Pero me da miedo, porque esta vez tampoco sabía que lo haría’. Así que le contesté: ‘Bueno, pues ahora ya lo sabes’.”
Sue preguntó en el programa de prevención si Dylan necesitaba terapia, y cuando lo sometieron a las pruebas psicológicas estándar no encontraron ningún indicio de que fuera un suicida, un homicida o un depresivo. Sue dijo:
Si pudiera decirles algo a una sala llena de padres en este momento sería: “Nunca confíen en lo que ven”. ¿Era bueno Dylan? ¿Era considerado? Poco antes de su muerte, fui a dar un paseo y le pedí que viniera a recogerme si empezaba a llover. Y lo hizo. Siempre estaba allí cuando lo necesitabas y no he conocido a nadie que escuchara mejor que él. Ahora me doy cuenta de que lo hacía porque no quería hablar, para ocultarse. Eric y él trabajaban juntos en una pizzería. Un par de semanas antes de lo de Columbine, el perro de Eric enfermó y parecía que no saldría de aquella, así que Dylan cubrió también el turno de su amigo para que pasara más tiempo con su querida mascota.
En los escritos que se encontraron de Eric y Dylan, el primero muestra tendencias homicidas y su ira se dirige siempre al exterior. Dylan muestra tendencias suicidas; su energía desprende autocrítica y negación de sí mismo. Cuando se acercaba el final, Dylan contaba las horas que le quedaban. “¿Cómo pudo mantener en secreto el dolor que escondía en su interior?”, se preguntaba su madre.
Pregunté a los Klebold qué les gustaría decirle a Dylan si estuviera en la habitación. Tom contestó: “¡Le preguntaría en qué diablos pensaba y qué demonios creía que estaba haciendo!”. Sue miró al suelo durante unos segundos antes de decir en voz baja: “Yo le pediría que me perdonara por ser su madre y no darme cuenta de lo que le pasaba por la cabeza, por no ser capaz de ayudarle, por no ser digna de su confianza”. Más tarde dijo: “He soñado miles de veces que hablo con Dylan y le pido que me cuente cómo se siente. He soñado que lo acostaba en la cama y al levantarle la camisa veía que estaba lleno de cortes. Sufría todo ese dolor y yo no lo veía. Permanecía oculto”.
Los Klebold fueron demandados por las familias de algunas de las víctimas. Cuatro años después de la tragedia, declararon ante los denunciantes en una vista supuestamente confidencial. Al día siguiente, el periódico de Denver alegaba que el mundo tenía derecho a saber qué habían dicho. Sue dijo:
Se daba a entender, después de todo lo que habíamos pasado, que seguían culpándonos de lo sucedido. Aquello fue un continuo “¿Cómo es posible que no lo supieran? ¿Cómo es posible que no lo supieran?”. Y uno decía: “No tengo respuesta para eso. No lo sabía. No lo sabía. No lo sabía. ¿Cuántas veces tenía que repetirlo? ¿Cómo íbamos a saberlo y no conseguir ayuda ni contárselo a nadie?
Tras ese estrés inconmensurable, a Sue le diagnosticaron cáncer de mama. Dijo:
No creo en los chakras, pero si piensas en todo ese dolor en el corazón, el fracaso en la educación de tu hijo y su propia pérdida… Acabé teniendo la ocasión de conocer a varias mujeres cuyos hijos se habían suicidado. Eran seis, y tres de ellas habían tenido cáncer de mama. Solía reírme y decir que era mi forma de tomármelo con humor. Porque, después de lo que habíamos pasado, el cáncer de mama nos parecía una cosa normal, buena incluso.
Pasó los dos años posteriores a la vorágine de Columbine pensando que quería morir, pero ahora le asaltaba un nuevo propósito vital.
Fue como decir: “¡Espera un momento! Tengo algo que hacer antes. Tengo que explicar quién era Dylan y cómo era”. Conocí a una mujer cuyo hijo se había suicidado y que tenía el otro en la cárcel, y le dije: “Ahora mismo no puede apreciarlo ni creérselo, pero cuando se sumerja en esto al máximo tendrá una revelación. No es el camino que usted habría elegido, pero la convertirá en una persona mejor y más fuerte”.
Después de lo de Columbine, Sue tuvo una clienta que era ciega y manca, acababa de perder su trabajo y atravesaba dificultades en casa.
Me dijo: “Yo tendré mis problemas, pero no me cambiaría contigo por nada del mundo”. Me reí. Durante todos esos años que había trabajado con discapacitados pensaba: “Yo, gracias a Dios, puedo ver; yo, gracias a Dios, puedo andar; yo, gracias a Dios, puedo rascarme la cabeza y comer por mí misma”. Es extraño cómo todos usamos a los demás para sentirnos mejor.
Sue se consideraba una persona afortunada.
Por suerte, Dylan no la tomó con nosotros. Lo peor que nos hizo fue privarnos de su presencia. Después de Columbine, tengo la sensación de que Dylan mató a Dios. Ningún dios podría estar implicado en esto, así que no debe de existir. Cuando pierdes todo lo que tienes en la vida, todo tu sistema de valores y creencias, lo que creías saber sobre ti misma, tu hijo y tu familia, hay un proceso en el que intentas establecer quién eres: “¿Puede llamarse ‘persona’ a esto?”. Una mujer me preguntó hace poco cómo me había ido el fin de semana, y resultó ser el aniversario de la matanza. Así que le comenté que no estaba muy bien, le expliqué el motivo y ella respondió: “Siempre olvido esa parte de ti”. La abracé y le contesté: “Eso es lo más bonito que me han dicho en muchos años”.
Pero Sue no lo olvida.
Me senté junto a un hombre en el tren y mantuvimos una conversación muy agradable. Entonces sentí que llegarían las preguntas: “¿Y cuántos hijos tiene?”. Tuve que adelantarme y decirle quién era. A partir de ahora, seré para siempre la madre de Dylan.
Cuando les mencioné a los Klebold que, al contrario que muchas de las personas que había entrevistado para este capítulo, ellos hablaban con una claridad extraordinaria de su situación. Tom respondió: “Somos capaces de hablar abierta y sinceramente de estas cosas porque nuestro hijo está muerto. La historia está cerrada. No podemos esperar que haga otra cosa, que lo mejore. Cuando conoces el final de la historia puedes contarla mucho mejor”. Algún tiempo después de conocernos, Sue afirmó:
Años atrás estuvimos a punto de adquirir una vivienda en California, pero rechazaron nuestra oferta, y entonces apareció esta casa de Littleton, hicimos una oferta a la baja y alucinamos con que la aceptaran. En aquel momento nos pareció una gran suerte que no saliera lo de California, pero, de lo contrario, no habría sucedido lo de Columbine. Al principio deseaba no haber tenido hijos, no haberme casado. Si el camino de Tom y el mío no se hubieran cruzado en la Universidad Estatal de Ohio, Dylan no habría nacido y este horrible suceso no habría tenido lugar. Pero con el paso del tiempo soy capaz de dar gracias por haber tenido a mis hijos porque, para mí, han significado la mayor alegría de la vida, aun teniendo que pagarlo con este dolor. Me refiero a mi propio dolor, no al de otras personas. Pero lo acepto. La vida está llena de sufrimiento, y este es el que me ha tocado. Sé que para el mundo habría sido mejor que Dylan no naciera. Pero no creo que para mí lo hubiera sido.