Por Emma Brockes / 13 de febrero de 2016
Fuente: The Guardian Weekend
Una de las primeras cosas que hace Sue Klebold cuando nos reunimos con ella es disculparse por su falta de hospitalidad. Nos hemos encontrado en un hotel de Denver en vez de en su casa, no por falta de simpatía por su parte, sino porque una vez que has sido el blanco de un odio a gran escala, nunca es buena idea hacer saber dónde vives. Por su aspecto, Sue parece la última persona sobre la faz de la Tierra a la que se podría aplicar esta descripción – una administradora de cursos de formación profesional superior jubilada y que se describe a sí misma como alguien que tiene una “vida agradable y modesta”. No obstante, durante los últimos 17 años, ha sido consciente de que en cualquier momento puede producirse un encuentro público desagradable. “Incluso en la sala de espera del médico siempre tengo la esperanza de que me llamen por mi nombre en lugar de que digan Sra. Klebold en voz alta”, dice. “Cada vez que me presento a alguien y digo mi nombre, hay un momento de vacilación durante el que los miro a la cara atentamente. E incluso puede que digan, 'Vaya, ¿por qué me suena tan familiar?'”.
Han pasado casi dos décadas desde que su hijo Dylan, junto a su amigo Eric Harris, asesinaran a 13 personas en el instituto Columbine antes de quitarse la vida, y durante ese tiempo muchas de las cosas del sistema educativo estadounidense han cambiado. El acoso escolar se ha convertido en un frente de batalla prioritario, con protocolos para su prevención establecidos a nivel federal. El control de armas también se ha convertido en un asunto central, y las medidas de seguridad escolar – simulacros de encierro por emergencia y detectores de metal en las puertas – se han adoptado como medidas comunes, en parte como respuesta a lo que hizo el hijo de Sue. Lo que no ha cambiado, quizá, son las suposiciones originadas tras un tiroteo sobre que la culpa deben recaer, principalmente, sobre los padres – o, preferiblemente, sobre la madre. “Una madre tendría que haberlo sabido”, dice Klebold.
Que asegurara no haber sabido nada – que el adolescente que vivía bajo su techo se sentía profundamente depresivo; que había comprado armas ilegalmente y las había escondido en su casa; que, con su amigo Eric, estaba planeando una masacre – desencadenó hostilidad en aquel entonces e incluso ahora provoca escepticismo. Sue entiende este instinto: durante muchos años, se observó a sí misma con la misma dura incredulidad. “La descripción más suave que se hizo de nosotros como padres en los medios de comunicación fue la de que fuimos unos inútiles”, escribe en “A Mother’s Reckoning”, su nuevo libro. “Según otros reportajes, habíamos protegido intencionadamente a un racista lleno de odio, haciendo la vista gorda ante el arsenal que estaba reuniendo bajo nuestro techo y, por lo tanto, poniendo en peligro a toda una comunidad”.
“A Mother’s Reckoning” es un libro duro. Rememora los procesos mentales de Klebold de los últimos 17 años mientras revisa cada decisión parental que ella y su exmarido Tom tomaron, inspeccionando sus recuerdos en busca de las pruebas que pasaron por alto. También examina la horrible influencia del tiroteo de Columbine sobre otros jóvenes violentos y cuenta, desde el interior, la historia de lo que les sucede a los padres cuando sus hijos deciden matar a los hijos de otros. (En pocas palabras: divorcio, bancarrota, enfermedades, crisis nerviosas, seguidos por procesos más complejos y racionalizaciones que permiten a Klebold continuar con su vida).
El aspecto más controvertido del libro, sin embargo, es el hecho de que se pida a los lectores que se deshagan de sus ideas preconcebidas sobre Dylan. Cuando tuvo lugar el tiroteo, Sue Klebold trabajaba en el mismo edificio en el que se hallaba una oficina de libertad condicional, y a menudo se sentía alienada y asustada al compartir el ascensor con expresidiarios. Tras Columbine, escribe, “Sentía que eran como mi hijo. Solamente eran personas que, por alguna razón, habían tomado una decisión horrible que los había llevado a una desgraciada situación. Cuando oigo hablar de terroristas en las noticias, pienso en que se tratan de los hijos de otras personas”.
Naturalmente, Sue siente compasión, en parte, porque también la está solicitando – más que eso, está pidiendo perdón. Pero también está pidiendo que tenga lugar un replaneamiento básico sobre qué es lo que puede provocar que los adolescentes maten. Después de casi 20 años pensando en ello, y habiéndose sumergido en los mundos del suicidio y la prevención de lo asesinatos-suicidos, la conclusión a la que Klebold llega es, a su manera, más impactante que la idea de que era una mala madre o de que Dylan fuera “malvado”. Escribe que daría su vida con tal de recuperar “tan solo una de las vidas que se perdieron” a manos de su hijo, pero no está de acuerdo con la teoría de que era un monstruo. “Era una persona”, me cuenta, girándose para mirar por la ventana. No me debería pillar por sorpresa, pero aún así lo hace: aún lo quiere.
Escuchando a su madre, la idea que uno se hace del joven Dylan Klebold es la de un niño francamente maravilloso. El contraste puede hacer que los colores brillen con más fuerza, y quizá haya un llamado a recordar su infancia como particularmente angelical, especialmente al tener en cuenta cómo terminó su vida. No obstante, cuando Sue escribe que “nuestro hijo pequeño era observador, curioso y atento, con una personalidad amable”, no hay nada que sugiera que esté mintiendo. Lo llamaba su “chico sol” por su pelo rubio y su naturaleza alegre, y “nuestra hormiguita” por su determinación al llevar a cabo proyectos. De sus dos hijos, Dylan era de quien pensaba que no tendría que preocuparse.
A Klebold le ha llevado mucho tiempo recuperar esta imagen de Dylan. Tras el tiroteo, lo perdió dos veces: primero, físicamente; luego como un recuerdo. ¿Cómo puede alguien lamentar la muerte de un chico al que consideraba un hijo cariñoso y decente cuando su foto aparece en la portada de la revista Time junto al titular: “Los monstruos de la casa de al lado”? La decisión de incluir fotografías de su infancia en el libro parece un llamamiento para recordar que hubo una vez en que Dylan fue inocente e incluso adorable. Pero no lo hizo por eso, dice. “Quería que la gente entendiera que lo queríamos. Que lo abrazábamos. Que lo llevábamos en brazos y lo acariciábamos. Y tenía todo tipo de fotos con Dylan en mi regazo o con mis brazos a su alrededor”. Dice que hubo “una suposición de que fue tratado mal y no fue querido”, algo que Sue sabía que no era verdad. Aun así, mientras buscaba las fotos que lo confirmaban, se preguntaba una y otra vez, “¿Lo abrazamos lo suficiente?”.
Otras ideas equivocadas fueron más fáciles de disipar. Una de las historias sobre los Klebold que más se repitió tras el tiroteo fue que eran ricos, y que el comportamiento violento de Dylan fue la versión más extrema de la irritabilidad de un niño consentido. Fotografías aéreas de la casa de la familia en Littleton, Colorado, la hacían parecer enorme cuando en realidad, dice Sue, fue una ganga ya que necesitaba reparaciones. Así como el BMW de Dylan, que les costó $500 dólares y que su padre y él restauraron completamente. Como familia les gustaba cenar juntos todas las noches, ver películas clásicas y tener proyectos en común. Cada vez que Byron, el hijo mayor, venía para cenar, Sue le preparaba una bolsa con comida congelada para que se la pudiera llevar a su apartamento.
Esto podría sonar idílico pero, al repasar todos y cada uno de los detalles, Sue deja entrever que si se hubiera producido una catástrofe en la casa, algo que permitiera comprender por qué Dylan hizo lo que hizo, habría sido más fácil lidiar con todo lo ocurrido. En cambio, durante los años anteriores al tiroteo, solo tuvieron lugar problemas domésticos muy normales. Tom Klebold, geofísico, fue diagnosticado con artritis reumatoidea, lo que perjudicó sus perspectivas laborales y provocó que la pareja se tuviera que preocupar por su situación económica. (El trabajo de Sue, que gestionaba subvenciones para que personas discapacitadas pudieran aprender informática, era muy gratificante pero no estaba muy bien pagado).
Luego estaba Byron. Antes de finales de los 90, el mayor disgusto que se habían llevado los Klebold fue cuando descubrieron una pequeña cantidad de marihuana en la habitación de Byron, un descubrimiento ante el que reaccionaron de una manera que echaba por tierra cualquier noción de que eran padres demasiado liberales. Byron, que aún estaba en el instituto por aquel entonces, fue obligado a acudir a sesiones de terapia, y sus padres intervinieron para pusiera fin a las amistades que consideraban que no le beneficiaban.
El hecho de que, pocos años después, no consiguieran romper la relación de su hijo pequeño con Eric Harris cuando los dos se metieron en problemas fue, según Sue, debido al encanto natural de Eric y a que confiaban en el buen juicio de Dylan.
También se debió a que, hasta ese momento, lo que más les había preocupado de Dylan había sido su timidez. Tras el tiroteo, sería descrito como un solitario disfuncional y que solo tenía por amigo a un psicópata: Eric. Pero Sue dice que ese no era el caso; no era el chico más popular de la clase pero tenía un pequeño círculo de amigos cercanos, y Eric solo era uno de ellos. En su libro, todo lo que dice de los Harris es que el padre era un militar retirado y que “nos dieron buena impresión, aunque no socializábamos con ellos”. De Eric escribe que “siempre era respetuoso y completamente educado”.
Cuando hace estos comentarios, la tensión se puede leer entre líneas; tras el tiroteo, el primer impulso de Sue fue culpar a Eric – debe haberle comido la cabeza a Dylan, pensó, o coaccionarlo de alguna forma.
Pero ya no piensa así; una de las tareas más difíciles de los últimos 17 años ha sido aceptar que Dylan participó de manera igualitaria en la planificación y en la ejecución de la masacre. No obstante, cuando escribe sobre Eric, es evidente que le cuesta mostrar la misma comprensión que ella pide para su hijo. Tras el tiroteo, se encontraron los diarios de los chicos, y mientras que el de Dylan estaba lleno de sensiblerías y sueños sin sentido sobre suicidarse, el de Eric estaba lleno de fantasías violentas y crueles sobre herir a otros.
Le insinúo que hace una distinción moral entre los dos chicos. “No sé si moral es la palabra correcta”, dice. “Tenían trastornos mentales diferentes. Creo que Dylan padecía algún tipo de trastorno del estado de ánimo, y creo que la psicopatía está en otra categoría distinta. Por la razón que fuera, los dos eran como polos magnéticos, se atrajeron y se alimentaron el uno al otro”. Aclara que “No quiero decir que alguien cometa crímenes solo por tener una enfermedad mental, porque no es así, pero estoy convencida de que tanto Dylan como Eric fueron víctimas de sus propias patologías, al igual que lo acabaron siendo los chicos a los que mataron”.
Le cuento que, leyendo su libro, uno se inclina a pensar que si no fueron los Klebold los que causaron esto, entonces debieron haber sido los Harris. “Y eso es exactamente lo que hace la gente cuando sucede un crimen como este. Nos gusta sentir que algo así nunca nos podría pasar a nosotros. Y por eso es por lo que pienso que mucha gente se reconforta vilipendiando a los padres de los perpetradores, porque eso les hace sentirse más seguros. Lo entiendo; pero una de las cosas más aterradores de esta realidad es que la gente cuyos familiares llevan a cabo crímenes así, son personales normales y corrientes. He conocido a varias madres de otros agresores y son todo lo dulces y amables que se puede ser. Si nos vieras juntas en una habitación, nunca podrías saber qué es lo que tenemos en común”.
Los cambios fueron minúsculos y casi indistinguibles de las normales fluctuaciones de la adolescencia, pero Sue ahora cree que, si por aquel entonces hubiera sabido lo que sabe ahora, podría haber sido capaz de detectarlos. “Dylan mostró síntomas visibles de depresión”, escribe, “señales que Tom y yo observamos pero que no fuimos capaces de descifrar. Si hubiésemos sabido lo suficiente para comprender lo que esos síntomas significaban, creo que podríamos haber evitado lo que sucedió en Columbine”.
Los hábitos de sueño de Dylan cambiaron. Paso de ser madrugador a levantarse tarde. Se volvió irritable e introvertido, y su pelo creció alborotado. Escribió una redacción para su clase de lengua que contenía lenguaje violento, que debería haber sido una señal de alarma, dice; pero nadie le dio importancia por entonces. Por primera vez en su vida, se metió en problemas en el instituto, vandalizando algunas taquillas junto a Eric. Finalmente, un año antes del tiroteo, los chicos robaron material electrónico de una furgoneta y fueron arrestados. Los Klebold quedaron consternados pero también aliviados ya que, puesto que se trataba de su primer delito y ambos chicos procedían de “buenos hogares”, los dejaron en libertad con la condición de que acudieran a sesiones de orientación y realizaran trabajos comunitarios. Hoy en día, Sue piensa que ojalá los hubieran sentenciado a pena de cárcel; si hubiera sido así, Columbine no habría sucedido.
En ese momento, aunque estaba preocupada, se dijo a sí misma, “Dylan está creciendo. Está poniendo a prueba sus límites. Está haciendo cosas que nunca antes ha hecho. Son malas elecciones, pero también buenas, porque así ha aprendido la lección. Ni por un momento pensé que fuese un peligro para sí mismo o para otras personas”.
Y rápidamente, dice Sue, pareció que la situación volvía a reconducirse. Las sesiones de orientación obligatorias fueron bien. Envió una solicitud a la Universidad de Arizona y fue aceptado. Tres días antes del tiroteo, asistió al baile de graduación con una amiga.
Hubo un incidente extraño un año antes de la masacre, uno de los escasos momentos del libro en el que el lector se cuestiona el manejo de la situación con su hijo que hizo Sue. Dylan fue grosero con ella, como lo había sido durante varias ocasiones durante aquella primavera, y cuando ella perdió la paciencia y lo empujó contra el frigorífico mientras reprochaba su comportamiento, él dijo, “Deja de empujarme, mamá. Me estoy enfadando y no sé hasta qué punto puedo controlarme”. Su voz fue suave pero era evidente que se trataba de una advertencia, dice Sue, e inmediatamente retrocedió. Más tarde, le pidió disculpas. Le comenté que la respuesta me parecía escalofriante.
“Lo fue. Lo fue”.
También era, claramente, una amenaza. Sue dice que nunca tuvo miedo de Dylan, pero da la sensación de que, por aquel entonces, andaba con pies de plomo. ¿Por qué no le dijo, “No te atrevas a amenazarme”?
“Nunca pensé en decir algo así. No es típico de mí decirle a nadie algo de ese estilo. Escuché lo que dijo; me pidió que parara y paré. Y luego retrocedimos y nos disculpamos. Ahora me doy cuenta de que debería haberle respondido diciendo: ‘No lo entiendo – tú no eres así’”.
Sue dice que “Podía ver cómo su conducta cambiaba. Lo atribuí a que era un adolescente, y lamento profundamente no haber comprendido que ese comportamiento indicaba algo más, depresión quizá. Por eso digo a la gente: si tus hijos se comportan mal, si un joven es irritable, si tu hija tiene quejas somáticas, puede tratarse de un problema mental. Debemos ser capaces de hacer preguntas tales como ¿hay veces en que simplemente te gustaría morirte? ¿Alguna vez has pensado en el suicidio? Pienso que tenemos que hacer un mejor trabajo en lo que se refiere a escuchar a nuestros hijos y no limitarnos a controlar sus vidas”.
Junto con esta compasión por el sufrimiento de Dylan, Sue debe, seguramente, estar profundamente enfadada con él. “Nunca me sentí enfadada con él, exceptuando el momento en el que vi las Cintas del Sótano en la oficina del sheriff, seis meses después de su muerte”. Se trata de los vídeos caseros realizados por Dylan y Eric antes del tiroteo en los que se los ve jactándose y criticando ferozmente a todo el mundo, usando calificativos racistas y hablando de la matanza que van a llevar a cabo. “Estuve enfurecida durante un día porque lo escuché decir barbaridades de todo y de todos – incluyendo familiares – y sacando cosas de su pasado, un incidente en la guardería cuando tenía tres años. Estaba intentado aferrarse a las cosas que lo enfadaban, pero en realidad se estaba agarrando a un clavo ardiendo porque había tenido una buena vida. Pero no pude mantener mi indignación”.
¿Cómo pueden enfurecerla las Cintas del Sótano y no el hecho de que perpetrara una masacre? “Siento que Dylan fue víctima de algún tipo de fallo en su cerebro. Si explicas a un niño lo que es el suicidio, le podrías decir, tu abuelo murió porque su cerebro enfermó y por ese motivo hizo daño a la abuela y luego se hizo daño a sí mismo. Y eso es lo que pienso de mi hijo. El Dylan que conocí y crié era una buena persona, atento y consciente, y por ese motivo todo esto me resulta aún tan difícil de comprender”. Se produce una larga pausa y luego añade, “Siento la necesidad de pedir disculpas a cualquiera que pueda sentirse ofendido por el hecho de que no estoy enfadada con él o por no juzgarlo. Pero si no lo hago es porque es mi hijo y porque creo que lo que mató a sus víctimas también lo mató a él”.
Cuando Dylan Klebold salió de casa aquella mañana, gritó “adiós” en un tono que le dio que pensar a su madre. Sonó plano y desagradable. Desde entonces lo ha “analizado como si se tratara de un cubo de Rubik; le he dado mil vueltas. ¿Me estaba diciendo que era una mala madre?” Se había marchado tan pronto porque tenía clase de bolos; el instituto permitía que los estudiantes escogieran esa clase como asignatura optativa de educación física, y de ahí viene el título del documental de Michael Moore, “Bowling for Columbine”. Pero Dylan no se presentó aquel día. En su lugar, se reunió con Eric Harris y los dos realizaron los últimos preparativos antes de dirigirse al instituto con sus armas y sus explosivos.
Fuente: The Guardian Weekend
Portada del suplemento Guardian Weekend (13 de febrero, 2016).
Una de las primeras cosas que hace Sue Klebold cuando nos reunimos con ella es disculparse por su falta de hospitalidad. Nos hemos encontrado en un hotel de Denver en vez de en su casa, no por falta de simpatía por su parte, sino porque una vez que has sido el blanco de un odio a gran escala, nunca es buena idea hacer saber dónde vives. Por su aspecto, Sue parece la última persona sobre la faz de la Tierra a la que se podría aplicar esta descripción – una administradora de cursos de formación profesional superior jubilada y que se describe a sí misma como alguien que tiene una “vida agradable y modesta”. No obstante, durante los últimos 17 años, ha sido consciente de que en cualquier momento puede producirse un encuentro público desagradable. “Incluso en la sala de espera del médico siempre tengo la esperanza de que me llamen por mi nombre en lugar de que digan Sra. Klebold en voz alta”, dice. “Cada vez que me presento a alguien y digo mi nombre, hay un momento de vacilación durante el que los miro a la cara atentamente. E incluso puede que digan, 'Vaya, ¿por qué me suena tan familiar?'”.
Han pasado casi dos décadas desde que su hijo Dylan, junto a su amigo Eric Harris, asesinaran a 13 personas en el instituto Columbine antes de quitarse la vida, y durante ese tiempo muchas de las cosas del sistema educativo estadounidense han cambiado. El acoso escolar se ha convertido en un frente de batalla prioritario, con protocolos para su prevención establecidos a nivel federal. El control de armas también se ha convertido en un asunto central, y las medidas de seguridad escolar – simulacros de encierro por emergencia y detectores de metal en las puertas – se han adoptado como medidas comunes, en parte como respuesta a lo que hizo el hijo de Sue. Lo que no ha cambiado, quizá, son las suposiciones originadas tras un tiroteo sobre que la culpa deben recaer, principalmente, sobre los padres – o, preferiblemente, sobre la madre. “Una madre tendría que haberlo sabido”, dice Klebold.
Que asegurara no haber sabido nada – que el adolescente que vivía bajo su techo se sentía profundamente depresivo; que había comprado armas ilegalmente y las había escondido en su casa; que, con su amigo Eric, estaba planeando una masacre – desencadenó hostilidad en aquel entonces e incluso ahora provoca escepticismo. Sue entiende este instinto: durante muchos años, se observó a sí misma con la misma dura incredulidad. “La descripción más suave que se hizo de nosotros como padres en los medios de comunicación fue la de que fuimos unos inútiles”, escribe en “A Mother’s Reckoning”, su nuevo libro. “Según otros reportajes, habíamos protegido intencionadamente a un racista lleno de odio, haciendo la vista gorda ante el arsenal que estaba reuniendo bajo nuestro techo y, por lo tanto, poniendo en peligro a toda una comunidad”.
“A Mother’s Reckoning” es un libro duro. Rememora los procesos mentales de Klebold de los últimos 17 años mientras revisa cada decisión parental que ella y su exmarido Tom tomaron, inspeccionando sus recuerdos en busca de las pruebas que pasaron por alto. También examina la horrible influencia del tiroteo de Columbine sobre otros jóvenes violentos y cuenta, desde el interior, la historia de lo que les sucede a los padres cuando sus hijos deciden matar a los hijos de otros. (En pocas palabras: divorcio, bancarrota, enfermedades, crisis nerviosas, seguidos por procesos más complejos y racionalizaciones que permiten a Klebold continuar con su vida).
El aspecto más controvertido del libro, sin embargo, es el hecho de que se pida a los lectores que se deshagan de sus ideas preconcebidas sobre Dylan. Cuando tuvo lugar el tiroteo, Sue Klebold trabajaba en el mismo edificio en el que se hallaba una oficina de libertad condicional, y a menudo se sentía alienada y asustada al compartir el ascensor con expresidiarios. Tras Columbine, escribe, “Sentía que eran como mi hijo. Solamente eran personas que, por alguna razón, habían tomado una decisión horrible que los había llevado a una desgraciada situación. Cuando oigo hablar de terroristas en las noticias, pienso en que se tratan de los hijos de otras personas”.
Naturalmente, Sue siente compasión, en parte, porque también la está solicitando – más que eso, está pidiendo perdón. Pero también está pidiendo que tenga lugar un replaneamiento básico sobre qué es lo que puede provocar que los adolescentes maten. Después de casi 20 años pensando en ello, y habiéndose sumergido en los mundos del suicidio y la prevención de lo asesinatos-suicidos, la conclusión a la que Klebold llega es, a su manera, más impactante que la idea de que era una mala madre o de que Dylan fuera “malvado”. Escribe que daría su vida con tal de recuperar “tan solo una de las vidas que se perdieron” a manos de su hijo, pero no está de acuerdo con la teoría de que era un monstruo. “Era una persona”, me cuenta, girándose para mirar por la ventana. No me debería pillar por sorpresa, pero aún así lo hace: aún lo quiere.
■ ■ ■
Escuchando a su madre, la idea que uno se hace del joven Dylan Klebold es la de un niño francamente maravilloso. El contraste puede hacer que los colores brillen con más fuerza, y quizá haya un llamado a recordar su infancia como particularmente angelical, especialmente al tener en cuenta cómo terminó su vida. No obstante, cuando Sue escribe que “nuestro hijo pequeño era observador, curioso y atento, con una personalidad amable”, no hay nada que sugiera que esté mintiendo. Lo llamaba su “chico sol” por su pelo rubio y su naturaleza alegre, y “nuestra hormiguita” por su determinación al llevar a cabo proyectos. De sus dos hijos, Dylan era de quien pensaba que no tendría que preocuparse.
A Klebold le ha llevado mucho tiempo recuperar esta imagen de Dylan. Tras el tiroteo, lo perdió dos veces: primero, físicamente; luego como un recuerdo. ¿Cómo puede alguien lamentar la muerte de un chico al que consideraba un hijo cariñoso y decente cuando su foto aparece en la portada de la revista Time junto al titular: “Los monstruos de la casa de al lado”? La decisión de incluir fotografías de su infancia en el libro parece un llamamiento para recordar que hubo una vez en que Dylan fue inocente e incluso adorable. Pero no lo hizo por eso, dice. “Quería que la gente entendiera que lo queríamos. Que lo abrazábamos. Que lo llevábamos en brazos y lo acariciábamos. Y tenía todo tipo de fotos con Dylan en mi regazo o con mis brazos a su alrededor”. Dice que hubo “una suposición de que fue tratado mal y no fue querido”, algo que Sue sabía que no era verdad. Aun así, mientras buscaba las fotos que lo confirmaban, se preguntaba una y otra vez, “¿Lo abrazamos lo suficiente?”.
Otras ideas equivocadas fueron más fáciles de disipar. Una de las historias sobre los Klebold que más se repitió tras el tiroteo fue que eran ricos, y que el comportamiento violento de Dylan fue la versión más extrema de la irritabilidad de un niño consentido. Fotografías aéreas de la casa de la familia en Littleton, Colorado, la hacían parecer enorme cuando en realidad, dice Sue, fue una ganga ya que necesitaba reparaciones. Así como el BMW de Dylan, que les costó $500 dólares y que su padre y él restauraron completamente. Como familia les gustaba cenar juntos todas las noches, ver películas clásicas y tener proyectos en común. Cada vez que Byron, el hijo mayor, venía para cenar, Sue le preparaba una bolsa con comida congelada para que se la pudiera llevar a su apartamento.
Esto podría sonar idílico pero, al repasar todos y cada uno de los detalles, Sue deja entrever que si se hubiera producido una catástrofe en la casa, algo que permitiera comprender por qué Dylan hizo lo que hizo, habría sido más fácil lidiar con todo lo ocurrido. En cambio, durante los años anteriores al tiroteo, solo tuvieron lugar problemas domésticos muy normales. Tom Klebold, geofísico, fue diagnosticado con artritis reumatoidea, lo que perjudicó sus perspectivas laborales y provocó que la pareja se tuviera que preocupar por su situación económica. (El trabajo de Sue, que gestionaba subvenciones para que personas discapacitadas pudieran aprender informática, era muy gratificante pero no estaba muy bien pagado).
Luego estaba Byron. Antes de finales de los 90, el mayor disgusto que se habían llevado los Klebold fue cuando descubrieron una pequeña cantidad de marihuana en la habitación de Byron, un descubrimiento ante el que reaccionaron de una manera que echaba por tierra cualquier noción de que eran padres demasiado liberales. Byron, que aún estaba en el instituto por aquel entonces, fue obligado a acudir a sesiones de terapia, y sus padres intervinieron para pusiera fin a las amistades que consideraban que no le beneficiaban.
El hecho de que, pocos años después, no consiguieran romper la relación de su hijo pequeño con Eric Harris cuando los dos se metieron en problemas fue, según Sue, debido al encanto natural de Eric y a que confiaban en el buen juicio de Dylan.
También se debió a que, hasta ese momento, lo que más les había preocupado de Dylan había sido su timidez. Tras el tiroteo, sería descrito como un solitario disfuncional y que solo tenía por amigo a un psicópata: Eric. Pero Sue dice que ese no era el caso; no era el chico más popular de la clase pero tenía un pequeño círculo de amigos cercanos, y Eric solo era uno de ellos. En su libro, todo lo que dice de los Harris es que el padre era un militar retirado y que “nos dieron buena impresión, aunque no socializábamos con ellos”. De Eric escribe que “siempre era respetuoso y completamente educado”.
Cuando hace estos comentarios, la tensión se puede leer entre líneas; tras el tiroteo, el primer impulso de Sue fue culpar a Eric – debe haberle comido la cabeza a Dylan, pensó, o coaccionarlo de alguna forma.
Pero ya no piensa así; una de las tareas más difíciles de los últimos 17 años ha sido aceptar que Dylan participó de manera igualitaria en la planificación y en la ejecución de la masacre. No obstante, cuando escribe sobre Eric, es evidente que le cuesta mostrar la misma comprensión que ella pide para su hijo. Tras el tiroteo, se encontraron los diarios de los chicos, y mientras que el de Dylan estaba lleno de sensiblerías y sueños sin sentido sobre suicidarse, el de Eric estaba lleno de fantasías violentas y crueles sobre herir a otros.
Le insinúo que hace una distinción moral entre los dos chicos. “No sé si moral es la palabra correcta”, dice. “Tenían trastornos mentales diferentes. Creo que Dylan padecía algún tipo de trastorno del estado de ánimo, y creo que la psicopatía está en otra categoría distinta. Por la razón que fuera, los dos eran como polos magnéticos, se atrajeron y se alimentaron el uno al otro”. Aclara que “No quiero decir que alguien cometa crímenes solo por tener una enfermedad mental, porque no es así, pero estoy convencida de que tanto Dylan como Eric fueron víctimas de sus propias patologías, al igual que lo acabaron siendo los chicos a los que mataron”.
Le cuento que, leyendo su libro, uno se inclina a pensar que si no fueron los Klebold los que causaron esto, entonces debieron haber sido los Harris. “Y eso es exactamente lo que hace la gente cuando sucede un crimen como este. Nos gusta sentir que algo así nunca nos podría pasar a nosotros. Y por eso es por lo que pienso que mucha gente se reconforta vilipendiando a los padres de los perpetradores, porque eso les hace sentirse más seguros. Lo entiendo; pero una de las cosas más aterradores de esta realidad es que la gente cuyos familiares llevan a cabo crímenes así, son personales normales y corrientes. He conocido a varias madres de otros agresores y son todo lo dulces y amables que se puede ser. Si nos vieras juntas en una habitación, nunca podrías saber qué es lo que tenemos en común”.
■ ■ ■
Los cambios fueron minúsculos y casi indistinguibles de las normales fluctuaciones de la adolescencia, pero Sue ahora cree que, si por aquel entonces hubiera sabido lo que sabe ahora, podría haber sido capaz de detectarlos. “Dylan mostró síntomas visibles de depresión”, escribe, “señales que Tom y yo observamos pero que no fuimos capaces de descifrar. Si hubiésemos sabido lo suficiente para comprender lo que esos síntomas significaban, creo que podríamos haber evitado lo que sucedió en Columbine”.
Los hábitos de sueño de Dylan cambiaron. Paso de ser madrugador a levantarse tarde. Se volvió irritable e introvertido, y su pelo creció alborotado. Escribió una redacción para su clase de lengua que contenía lenguaje violento, que debería haber sido una señal de alarma, dice; pero nadie le dio importancia por entonces. Por primera vez en su vida, se metió en problemas en el instituto, vandalizando algunas taquillas junto a Eric. Finalmente, un año antes del tiroteo, los chicos robaron material electrónico de una furgoneta y fueron arrestados. Los Klebold quedaron consternados pero también aliviados ya que, puesto que se trataba de su primer delito y ambos chicos procedían de “buenos hogares”, los dejaron en libertad con la condición de que acudieran a sesiones de orientación y realizaran trabajos comunitarios. Hoy en día, Sue piensa que ojalá los hubieran sentenciado a pena de cárcel; si hubiera sido así, Columbine no habría sucedido.
En ese momento, aunque estaba preocupada, se dijo a sí misma, “Dylan está creciendo. Está poniendo a prueba sus límites. Está haciendo cosas que nunca antes ha hecho. Son malas elecciones, pero también buenas, porque así ha aprendido la lección. Ni por un momento pensé que fuese un peligro para sí mismo o para otras personas”.
Y rápidamente, dice Sue, pareció que la situación volvía a reconducirse. Las sesiones de orientación obligatorias fueron bien. Envió una solicitud a la Universidad de Arizona y fue aceptado. Tres días antes del tiroteo, asistió al baile de graduación con una amiga.
Hubo un incidente extraño un año antes de la masacre, uno de los escasos momentos del libro en el que el lector se cuestiona el manejo de la situación con su hijo que hizo Sue. Dylan fue grosero con ella, como lo había sido durante varias ocasiones durante aquella primavera, y cuando ella perdió la paciencia y lo empujó contra el frigorífico mientras reprochaba su comportamiento, él dijo, “Deja de empujarme, mamá. Me estoy enfadando y no sé hasta qué punto puedo controlarme”. Su voz fue suave pero era evidente que se trataba de una advertencia, dice Sue, e inmediatamente retrocedió. Más tarde, le pidió disculpas. Le comenté que la respuesta me parecía escalofriante.
“Lo fue. Lo fue”.
También era, claramente, una amenaza. Sue dice que nunca tuvo miedo de Dylan, pero da la sensación de que, por aquel entonces, andaba con pies de plomo. ¿Por qué no le dijo, “No te atrevas a amenazarme”?
“Nunca pensé en decir algo así. No es típico de mí decirle a nadie algo de ese estilo. Escuché lo que dijo; me pidió que parara y paré. Y luego retrocedimos y nos disculpamos. Ahora me doy cuenta de que debería haberle respondido diciendo: ‘No lo entiendo – tú no eres así’”.
Sue dice que “Podía ver cómo su conducta cambiaba. Lo atribuí a que era un adolescente, y lamento profundamente no haber comprendido que ese comportamiento indicaba algo más, depresión quizá. Por eso digo a la gente: si tus hijos se comportan mal, si un joven es irritable, si tu hija tiene quejas somáticas, puede tratarse de un problema mental. Debemos ser capaces de hacer preguntas tales como ¿hay veces en que simplemente te gustaría morirte? ¿Alguna vez has pensado en el suicidio? Pienso que tenemos que hacer un mejor trabajo en lo que se refiere a escuchar a nuestros hijos y no limitarnos a controlar sus vidas”.
Junto con esta compasión por el sufrimiento de Dylan, Sue debe, seguramente, estar profundamente enfadada con él. “Nunca me sentí enfadada con él, exceptuando el momento en el que vi las Cintas del Sótano en la oficina del sheriff, seis meses después de su muerte”. Se trata de los vídeos caseros realizados por Dylan y Eric antes del tiroteo en los que se los ve jactándose y criticando ferozmente a todo el mundo, usando calificativos racistas y hablando de la matanza que van a llevar a cabo. “Estuve enfurecida durante un día porque lo escuché decir barbaridades de todo y de todos – incluyendo familiares – y sacando cosas de su pasado, un incidente en la guardería cuando tenía tres años. Estaba intentado aferrarse a las cosas que lo enfadaban, pero en realidad se estaba agarrando a un clavo ardiendo porque había tenido una buena vida. Pero no pude mantener mi indignación”.
¿Cómo pueden enfurecerla las Cintas del Sótano y no el hecho de que perpetrara una masacre? “Siento que Dylan fue víctima de algún tipo de fallo en su cerebro. Si explicas a un niño lo que es el suicidio, le podrías decir, tu abuelo murió porque su cerebro enfermó y por ese motivo hizo daño a la abuela y luego se hizo daño a sí mismo. Y eso es lo que pienso de mi hijo. El Dylan que conocí y crié era una buena persona, atento y consciente, y por ese motivo todo esto me resulta aún tan difícil de comprender”. Se produce una larga pausa y luego añade, “Siento la necesidad de pedir disculpas a cualquiera que pueda sentirse ofendido por el hecho de que no estoy enfadada con él o por no juzgarlo. Pero si no lo hago es porque es mi hijo y porque creo que lo que mató a sus víctimas también lo mató a él”.
■ ■ ■
Cuando Dylan Klebold salió de casa aquella mañana, gritó “adiós” en un tono que le dio que pensar a su madre. Sonó plano y desagradable. Desde entonces lo ha “analizado como si se tratara de un cubo de Rubik; le he dado mil vueltas. ¿Me estaba diciendo que era una mala madre?” Se había marchado tan pronto porque tenía clase de bolos; el instituto permitía que los estudiantes escogieran esa clase como asignatura optativa de educación física, y de ahí viene el título del documental de Michael Moore, “Bowling for Columbine”. Pero Dylan no se presentó aquel día. En su lugar, se reunió con Eric Harris y los dos realizaron los últimos preparativos antes de dirigirse al instituto con sus armas y sus explosivos.
La madre de Dylan nunca sabrá por qué lo hizo. Todo lo que puede decir es que “un determinado porcentaje de la gente que decide suicidarse, también decide matar a otros al hacerlo”. De hecho, según el Departamento de Salud de los Estados Unidos, los asesinatos-suicidios tan solo representan una mínima parte de la tasa general de suicidios: alrededor del 3%. Pero el suicidio es la segunda causa principal de muerte entre jóvenes de 15 a 24 años y es, o eso cree Sue, “una yuxtaposición de factores biológicos, psicológicos, sociales y ambientales junto a sucesos detonantes”.
Sue estaba en el trabajo cuando su marido la llamó, contándole que había habido un incidente en el instituto y diciéndole que encendiera la TV. Su primer pensamiento fue, “Dylan está en peligro”. Para cuando llegó a su casa, ambos atacantes estaban muertos y se había dicho que llevaban gabardinas negras, del mismo estilo de las que tenían Dylan y Eric. Tom llamó a su abogado, quien a su vez llamó a la oficina del sheriff, donde les dijeron que Dylan no era una de las víctimas, sino uno de los perpetradores.
Y comenzó la pesadilla. El abogado de los Klebold les dijo que se prepararan para una “tormenta de odio”. Huyeron de su casa. Tom le dijo a su esposa que ojalá Dylan los hubiera matado a ellos también. Sue deseaba morir tranquilamente durante la noche. Durante los siguientes días, consideraron cambiarse el nombre y mudarse a otra ciudad. Primos lejanos de Tom recibieron amenazas de muerte. Cuando simpatizantes compasivos les enviaron comida, su abogado les hizo tirarla a la basura, por miedo a que estuviera envenenada.
Y aun así, a su vez y para su inmensa gratitud, sus amigos y familiares los arroparon. Mientras la pareja permanecía oculta, sus vecinos colgaron un cartel en la entrada de su casa en el que se leía “Sue & Tom. Os queremos. Estamos aquí para lo que necesitéis. Llamadnos”. Finalmente, Sue dice, “Sentí que si me mudaba solo iba a ser ‘la madre de ese asesino’. Así que decidí quedarme donde tenía el apoyo de la gente que nos conocía”.
Recibió montones de cartas, algunas de apoyo, algunas amenazantes, y otras – las más perturbadoras – alabando a Dylan y lo que había hecho. “Había chicas que me escribían diciendo que estaban enamoradas de Dylan y querían tener un hijo suyo”, dice. Se escribieron libros y se rodaron películas, ninguna de las cuales ha visto Sue, pero de las que oyó hablar – la película “Elephant” de Gus Van Sant; el libro “Tenemos que hablar de Kevin” de Lionel Shriver – y que le hicieron estremecerse.
“Tenía la idea errónea de que Dylan me pertenecía. Era mío. Y cuando veo que hay películas, obras de teatro o canciones, tengo la sensación de que alguien me lo estaba arrebatando, de que están declarando de su propiedad algo de lo que no saben nada”. También piensa que estas obras suponen un riesgo de “perpetuar los mitos” de Columbine.
La semana anterior a nuestro encuentro, dos chicas fueron detenidas en Denver por planificar presuntamente un tiroteo similar. Se encontraron referencias a Columbine entre las pertenencias de Seung-Hui Cho, el autor de la matanza de Virginia Tech en 2007, y de Adam Lanza, perpetrador de la masacre en la escuela primera Sandy Hook. En 2014, una investigación llevaba a cabo por ABC Noticias concluyó que al menos 17 ataques y otros 36 supuestos planes o amenazas serias contra centros educativos, conllevaban referencias a Columbine.
Sue atribuye esto al hecho de que el tiroteo coincidiera aproximadamente con el auge de los canales de noticias 24 horas y a que fuera de los primeros en ser sometidos a una excesiva y continua cobertura por parte de los medios de comunicación. También piensa que “hay algo casi simbólico en la ciudad: Littleton. Es un lugar común y corriente. Fueron unos disparos que se escucharon en todo el mundo. Pero lo que tenemos que recordar, ya que ha habido tantos imitadores que han hecho referencia a Columbine, es que Dylan y Eric también estaban imitando. Estaban copiando una película. Se referían al incidente como NBK - Natural Born Killers (Asesinos por naturaleza)”. La película de Oliver Stone en la que sus dos protagonistas se convierten en una sensación para los medios de comunicación tras llevar a cabo varias oleadas de asesinatos.
Uno de los aspectos más sorprendente de la respuesta de Sue a la masacre es que, aunque siempre se ha opuesto a las armas, y a pesar de que tres de las usadas en Columbine fueron adquiridas legalmente, no se convirtió en una vehemente defensora del control de armas de fuego. Reconoce que no es su prioridad. “Me he centrado en la prevención del suicidio – y no quiero que parezca que no estoy teniendo en cuenta los asesinatos que cometió Dylan, que fueron terribles – porque creo que los asesinatos-suicidios son una de las manifestaciones del suicidio. Y centrándonos en el suicidio, creo que podemos evitar que pasen cosas como Columbine”. Pide que la instrucción sobre cómo prevenir el suicidio se convierta en algo común, igual que lo es el entrenamiento de técnicas para la reanimación cardiopulmonar. “Cursos de primeros auxilios en salud mental para todos”.
“Sé de muchos, muchos distritos escolares que no quieren cursos de prevención del suicidio en sus centros, porque tienen miedo de los posibles riesgos y demandas. Tienen miedo de que si llevan a cabo un programa de prevención del suicidio, y luego alguien se suicida, pueda parecer que fueron ellos quienes dieron la idea a esa persona. Las investigaciones no respaldan esta teoría, pero es una creencia ampliamente generalizada".
Otros aspectos colaterales fueron más predecibles. Debido a las diferentes formas de lidiar con el trauma entre su marido y ella – en términos generales, ella buscó la ayuda de terceros mientras que él se encerró en sí mismo – su matrimonio de 43 años se desmoronó. Tuvieron que hacerse cargo de grandes costes legales. Las demandas impuestas por las familias de las víctimas se alargaron durante años hasta que finalmente quedaron zanjadas: entre los Harris y los Klebold, indemnizaron con más de $1.5 millones de dólares a las familias de las víctimas, la mayor parte del dinero procedente de sus seguros para el hogar. Y Sue comenzó la solitaria tarea de seguir adelante mientras seguía sintiéndose culpable.
“Recuerdo estar convencida de que la tarta que le había dado a Dylan en su tercer cumpleaños no había sido tan bonita como la que había tenido su hermano cuando cumplió esa misma edad, y que eso podría haberle hecho sentirse menos querido y por eso pasó lo que pasó. Rememoras cada conversación, cada regalo, cada momento y lo único que sientes es aversión hacia ti mismo. Dejé que esto sucediera; era mi deber protegerlo y también proteger a los demás y, de algún modo, esto ocurrió porque no fui capaz de detenerlo. La culpabilidad que uno siente es enorme. Y lo único que ayuda con una culpa de estas características es intentar entender las enfermedades mentales. Con el tiempo, tras acudir a tantas conferencias y leer tantos libros, te sientes menos culpable y comienzas a pensar: mi hijo murió porque tenía un trastorno mental. Y sí, quizá lo podrían haber ayudado si lo hubiera sabido. Pero no fui yo quien lo mató”.
A lo largo de los años, Sue se ha consolado con las pequeñas diferencias en el modo en que Dylan se comportó aquel día, en comparación a Eric: disparó menos veces “y a menos personas. Era una forma extraña de buscar consuelo, pero era la única que tenía. Que, de algún modo, fue menos malo. Sus acciones seguían siendo horribles sí, pero en cierto sentido, un poco menos”.
¿Se ha perdonado a sí misma? “Me he perdonado hasta cierto punto. No creo que pueda llegar a perdonarme del todo nunca. Aún tengo sueños en los que aparece Dylan en alguna situación de peligro, o subiendo por una escalera de mano muy alta, y yo la estoy sujetando pero él se cae. Tengo este sentimiento de que dejé que se me escapara de las manos”.
Aún lo quieres, le digo. “No tuve otra opción. A los hijos se los quiere. Mientras que todos veían los últimos momentos de su vida como algo violento, malvado y cruel, yo pensaba, ese es mi pobre hijo, se encontraba en una situación horrible, se deshonró a sí mismo. Sólo sé responder a sus actos con amor”.
Pero eso ya no cambia nada. Sue sonríe sombríamente. “El amor no es suficiente”.